Hoy, miércoles 29 de
Abril de 2013, despedimos a un gigante. Un grande no de estatura, no
de tamaño, ni siquiera se podría decir de exuberantes conquistas;
pero sí vencedor de la más difícil de las misiones que un hombre
puede tener en la tierra: la misión de amar.
Hoy despedimos al P.
Raimundo Gil, salesiano de Don Bosco. Su nombre, su porte, sus
palabras, y sus innumerables gestos de servicio y de entrega
desinteresada quedarán imborrables en la memoria de la comunidad de
la parroquia Domingo Savio, en la memoria de quienes lo conocimos, de
quienes tuvimos la gracia (porque somos realmente agraciados) de
estar a su lado.
Entre ayer y hoy muchos
se acercaron a brindarle el homenaje del último adiós, que no es
adiós sino un hasta pronto... hasta el cielo que nos vuelve a
reunir como hermanos. Y lo más hermoso es que nuestro querido padre
ha sido verdaderamente amado por todos: niños, jóvenes, adultos y
ancianos; los cercanos del barrio, los lejanos de otras provincias
que han sentido sus pasos; los hermanos de comunidad de hoy y de
ayer. Todos, todos encontramos en Raimundo un hermano que amó y
sirvió hasta el final.
¡Cuánto llanto
derramado al despedir a tan entrañable amigo del alma! Rostros
jóvenes y rostros marcados por los años, todos ellos daban cuenta
del amor tenido hacia Raimundo y de la tristeza del saber que no lo
tendremos más caminando en nuestro patio, rezando en nuestra
capilla. Pero es un llanto que es consolado en la esperanza, esa
misma esperanza de la que dio testimonio Raimundo con su vida, con
cada gesto, con cada palabra. Esa esperanza que no está cimentada en
lo transitorio de este mundo, sino en la eternidad de Dios que nos
llama a su Reino. Por eso, ¡felices los que lloran porque serán
consolados! Todas nuestras lágrimas serán enjugadas en aquél
Paraíso que Don Bosco tanto proclamó, y que en Jesús ha sido
abierto para todos los hijos de Dios.
En el poco tiempo que
pude compartir con el P. Raimundo, y tejiendo también con los hilos
prestados de quienes lo conocieron más, no quiero dejar de
explicitar esos pilares que descubrimos en él y que hasta nos hacen
pensar, sentir y decir que él ya está en el cielo, que ha sido un
santo en medio nuestro. En Raimundo podemos resaltar:
- El servicio: desde que se levantaba hasta que se acostaba no dejaba de servir. Supo servir ejerciendo cargos de suma responsabilidad como ser director de varias casas salesianas, o ayudande del ecónomo inspectorial; y en los últimos años no dejó de servir con la simplicidad de realizar las compras preocupándose por los gustos y necesidades de cada hermano, de poner la mesa para las distintas comidas, de sacar la mesa y lavar los platos y cubiertos.
- La abnegación: el centro de su vida estaba en el otro. Su tiempo era el tiempo para los demás. Sus bienes eran bienes a disposición para los demás. Cada día moría una y otra vez para sí, viviendo una y otra vez en el hermano.
- La sencillez y austeridad: Raimundo ha sido un hombre sin doblez. Él era lo que veíamos de él, no había otra vuelta más que darle. Era una sencillez expresada además en un estilo de vida austero y recatado: contaba con los bienes personales necesarios, no más; comía frugalmente; y vestía hasta pobremente por no dejar de hacer uso de lo que la Providencia buenamente le otorgó.
- La gratitud y el buen humor: en estos meses vividos con Raimundo, muy pocas veces lo noté molesto, y esas pocas veces él intentaba que no se notase. Las más de las veces brotaban de sus labios palabras hondas de afecto. La que más me sorprendió es su “gracias” al dejarlo servir. En efecto, él nos pedía los platos y cuándo se los alcanzábamos nos decía “gracias” cuando teníamos que ser nosotros los agradecidos por tan noble gesto. Así en todo, él agradecía la posibilidad de dar una mano, de verse útil. Y en cada hacer mostraba esa alegría de quien da, porque más alegría hay en el dar...
- El ser comunitario: poner la mesa, esperar al hermano, acomodarse a los tiempos de los demás. Raimundo era un hombre profundamente comunitario. Sus tiempos personales, sus quehaceres diarios eran en función de la comunidad. Era extremadamente puntual, y eso demuestra su orden y su respeto por el otro. Y ante la tardanza o el imprevisto no musitaba queja alguna, sino que esperaba con paciencia o aceptaba con tranquilidad.
Muchas más virtudes
seguramente encontraremos de este querido hermano, pero quisiera
terminar resaltando una más y que es como la fuente de todas las
demás: su ser hijo de la Virgen. El lunes pasado, último lunes
comunitario que pasamos con él, nos compartió unas bellísimas
palabras en la homilía compartida de la eucaristía. En ella nos
dijo que María estuvo presente en su vida en todo tiempo, y que más
la sintió presente en los momentos de mayor dificultad. María ha
sido su sostén y la que lo ha fortalecido en la debilidad. En sus
palabras no podía dejar de pensar en Don Bosco y sus semejantes
expresiones: “Confíen en María”... “Todo lo ha hecho María”.
María es la mujer del
sí generoso, la mujer de la sencillez profunda, la mujer del
silencio contemplativo que guarda las cosas en el corazón, la mujer
del servicio desinteresado, la mujer que se alegra en el Señor, la
mujer que acoge en su seno a Cristo y a la Iglesia. Todas estas
virtudes marianas las vemos vividas radicalmente por nuestro padre
Raimundo, y por eso podemos afirmar sin temor a equivocarnos:
Raimundo era de María.
Ahora creemos que
nuestra madre ya lo ha recibido y que él goza de la felicidad
eterna. Descubramos en él a un hermano mayor al que imitar y que
ahora vive en el cielo para cuidar de nosotros.
El cielo ha ganado un
ángel. Y nosotros hemos ganado con él un pedazo de cielo.
Padre Raimundo. Gracias.