miércoles, 24 de diciembre de 2014

Encarnación



Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”

La fiesta de la Navidad, para los creyentes, es mucho más que regalos, pan dulce, budines, sidra y adornos. La fiesta de la Navidad, para los creyentes, poco tiene que ver con un hombre gordo vestido de rojo o con las bombas y fuegos artificiales. No son los pinos, ni la nieve tan del norte, ni las lucesitas del árbol que todos los años hay que renovar, lo que hacen a la Navidad. Si sacáramos todo esto, todo este envoltorio, nos encontraríamos con la verdadera fiesta, con el verdadero regalo, con el real agasajado, con la única luz que debe iluminar nuestro cielo: un niño que nace pobremente en un pesebre como esperanza del mundo, el Hijo de Dios, Jesús.

El nacimiento de Jesús es uno de los principales misterios de nuestra fe cristiana. Creemos que él fue concebido sin que su madre, María, haya tenido relaciones con ningún hombre. Creemos que fue engendrado por obra del Espíritu Santo. Creemos que no es sólo un hombre extraordinario, sino que es el mismísmo Hijo de Dios o, mejor dicho, es el mismo Dios hecho hombre. Y esto es la cima del misterio: Dios se hace hombre.

Ciertas corrientes teológicas ponen el acento de la venida de Dios en carne humana en función de la redención del hombre. Es decir, entienden que el hombre por sí mismo no estaba en condiciones de justificarse ante Dios por el pecado original y que era necesario una justificación semejante a la ofensa que sólo Dios podría otorgar. Es por eso que Dios viene en carne humana en Jesús para que por medio del sacrificio en la cruz redima al género humano.

Ahora, sin sacar mérito al sacrificio pascual, el acento en la redención puede hacernos olvidar la significación propia de la encarnación. Dios, al asumir nuestra condición humana, ya la redime porque eleva al hombre a la condición divina. Dios asume libre y gratuitamente el ser hombre; no necesita ser hombre en función de nada. Que Dios se haya encarnado nos manifiesta la gran dignidad de nuestra condición humana, a tal punto ensalsada que podemos entender con ello que todo lo humano nos habla de Dios.

El niño de Belén es manifestación del habitar de Dios entre nosotros. Y este habitar no fue de espectador, sino que desde el primer segundo que estuvo fuera del vientre materno se zambulló en nuestras grandes riquezas y pobrezas. La riqueza de la familia, del amor de madre y de padre, del saberse esperado, recibido y cuidado; la pobreza del lugar que lo cobijó, de la mezquindad de los hombres, de las envidias de los poderosos. La encarnación nos revela cómo Dios da y recibe, cómo asume nuestros talentos y nuestros límites, cómo se abaja para compartir(se) con cada hombre y mujer, para gozar pero también para sufrir, para alegrarse y también para llorar, para vivir y dar vida como también para morir.

La encarnación, finalmente, es un llamado que Dios nos hace a reconocerlo en cada hermano y hermana. En la narración del juicio a las naciones, Jesús lo expresa con claridad: “Entonces el Rey dirá a los que tenga a su derecha: "Vengan, benditos de mi Padre, y reciban en herencia el Reino que les fue preparado desde el comienzo del mundo, porque tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber; estaba de paso, y me alojaron; desnudo, y me vistieron; enfermo, y me visitaron; preso, y me vinieron a ver". Los justos le responderán: "Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; sediento, y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos de paso, y te alojamos; desnudo, y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o preso, y fuimos a verte?". Y el Rey les responderá: "Les aseguro que cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo".”

¡El Verbo de Dios se hizo hombre!
Nuestra humanidad ha sido divinizada.
¡Dios viene a habitar entre nosotros!
Y todo lo humano nos habla de Dios.

Feliz Navidad