viernes, 12 de junio de 2015

¿Han visto al amor de mi alma?


“Mi amado es mío y yo de mi amado,

que pasta entre azucenas”

Cantar de los Cantares



La vida de oración, la unión con Dios es, ante todo, un vínculo de amor entre dos: Dios que nos brinda su amor (se nos brinda en su Amor) y nosotros en la medida de que somos capaces de abrirnos a su amor. En la oración nos encontramos con el amado, estamos con él, lo vemos y lo escuchamos, descansamos en él y nos disponemos a corresponderle.

El noviazgo debe ser la experiencia humana más parecida a la vida de oración. Quienes se aman con profundo amor tienen a su amada o a su amado presente en todo momento, en la mente, en el corazón, en sus tareas y en sus proyectos. Quienes se aman se buscan y, al encontrarse, todo lo disponen en el otro. Pasan horas sólo mirándose, pero también saben compartirse sus alegrías y tristezas más profundas. Saben lo que le agrada y lo que le desagrada al amor de su vida. Reconocen sus pazos, su aroma, su voz…

Dios es el Amado de nuestra experiencia de fe; él es “el único y primer Amor” para quien le ha consagrado su vida. Con Él, a semejanza de los amores terrenos, nuestro amor se alimenta en el encuentro y en la unión íntima. La diferencia central se halla en que a Dios no lo podemos ver, ni sentir, ni tocar, ni escuchar… pero su presencia “sutil como una brisa” se halla en todo tiempo y lugar. ¡Por eso nuestra mirada debe estar llena de mística!

Dios es el “totalmente Otro” que comparte nuestra historia y se hace presente en ella. Nuestro encuentro, nuestra unión, nuestra intimidad de amor por ello está llamada a concretarse siempre, en todo tiempo y todo lugar. La omnipresencia de Dios nos desafía, porque somos necesitados (mendicantes) de mediaciones sensibles: oraciones, gestos, lugares, ritos, signos, símbolos, tiempos, imágenes, canciones, etc. Una vez más el Amado nos invita a la sobrenaturalidad… a la trascendencia de lo sensible para encontrarnos con Él siempre y en todas partes.

Es verdad que puede haber momentos de “intimidad más íntima” donde me uno al misterio de su presencia real, o momentos donde me dispongo especialmente al encuentro… pero como Él es “el que está”, su presencia se alberga en todas partes y por ello nuestra intimidad está llamada a realizarse en todas partes… siempre que lo busquemos, siempre que nuestros ojos, nuestros oídos, nuestra mente, nuestro corazón, nuestro espíritu estén atentos a encontrarlo y a gozar de su presencia y de su amor. De esta forma, toda la vida se convierte en sacramento de la presencia de Dios.

Que Cristo habite en sus corazones por la fe, y sean arraigados y edificados en el amor. Así podrán comprender, con todos los santos, cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, en una palabra, ustedes podrán conocer el amor de Cristo, que supera todo conocimiento, para ser colmados por la plenitud de Dios.”

Feliz día del Sagrado Corazón de Jesús

miércoles, 22 de abril de 2015

Llamados al Amor


¡Cómo nos ama el Padre que nos da el nombre de hijos de Dios! ¡Y lo somos realmente! (Cfr. 1Jn. 3,1)

Vamos transitando esta semana de oración por las vocaciones. Este próximo domingo 26 de Abril nos unimos como Iglesia para rezar unos por otros en nuestra realidad profunda de “llamados”.

Quiero hacerles la invitación de reflexionar desde esta certeza de nuestra fe: que vos, que yo, que todos los cristianos, y todos los hombres y mujeres de toda religión y cultura somos receptores de una vocación común. Es decir, todos somos “llamados” desde el momento que vemos la luz. ¿Y qué llamado recibimos? A vivir en la condición de “hijos de Dios”, que no es otra cosa que responder al proyecto de Dios en nuestras vidas: peregrinar de continuo hacia la plenitud de la humanidad, personal y comunitaria.

¡Todos somos hijos de un mismo Padre! ¡La vocación más grande que tenemos es ésta! ¡Cuánto bien haría a nuestra humanidad herida reconocernos hermanos, hijos de un mismo Padre! Para quienes somos creyentes, la fe en Dios-Padre debe transfigurarnos en cada aspecto de nuestra vida. Gozar de la condición de “hijos” de quien nos ama con amor gratuito tiene que movilizarnos de tal modo que toda nuestra existencia se vea transformada. El amor gratuito de Dios nos llama a amar con esa misma gratuidad. ¡Allí se consuma nuestra respuesta!

Ese amor gratuito recibido y otorgado es el que nos conduce a la plenitud de nuestra humanidad. Bien podemos generar fantásticos descubrimientos, llegar a conocer los planetas y soles más lejanos, recorrer el mundo entero... pero sin el amor nada de eso tiene sentido. Porque venimos del amor y hacia el amor vamos caminando. Porque sólo el amor nos hace humanos, ya que humano es no sólo quien piensa, sino quien abraza, quien contempla, quien ríe y quién llora. El amor nos humaniza y nos hace semejantes al Padre... por eso también el amor nos diviniza.

Cada uno de nosotros recibe este llamado al Amor en su corazón para responder en un Proyecto de Amor. La Vocación, el Proyecto de Vida, está ya en nosotros... sólo debemos darle lugar a que pueda dejarse ver o, mejor dicho, oír. Este llamado al Amor es la voz inquietante de Dios que nos incita a darnos enteramente a Él y a nuestros hermanos y hermanas... y yendo cada vez más a lo fino, a responder concretamente a través de una profesión y un estado de vida laical, consagrada o sacerdotal.

Todas las vocaciones nos invitan a lo mismo: al Amor. No hay vocación más digna que otra, o que nos acerque más a Dios. Si Dios es Amor, y todos somos llamados al Amor, entonces todos somos llamados a estar cerca de Dios.

Entonces, ¿para qué rezamos? Comúnmente se asocia esta jornada de oración por las vocaciones a pedir por las vocaciones sacerdotales y consagradas. Yo les dejo la invitación de rezar por TODAS las vocaciones: la propia en primer lugar. Que cada uno pueda preguntar: “Señor, ¿qué quieres que yo haga?”. Y, en segundo lugar, pedir que Dios envíe su Espíritu Santo para que ilumine a tantos hombres y mujeres que en el mundo han olvidado su llamado primigenio a construir la Civilización del Amor.

Y que nosotros, salesianos, podamos pedir especialmente por tantos jóvenes que viven huérfanos de sentido, sin ningún horizonte vital, sin amar porque no tienen quién los ame y quien les refleje el Amor de Dios-Padre. Que nosotros, salesianos, podamos ser para ellos reflejo del Padre y hagamos que en sus corazones resuene esta hermosa Palabra: “Tú eres mi hijo muy querido”. Amén.

miércoles, 25 de febrero de 2015

Las tentaciones de Jesús: Jesús fue llevado al desierto...


El desierto es un símbolo muy importante en la religiosidad judeo-cristiana. El desierto es un lugar donde la vida es escasa, trabajosa; donde hay poco o casi nada para hacer que un ser se sostenga vivo. El desierto es un tránsito no querido, pues quien se adentra al desierto lo hace por la necesidad de ir a otro lugar y necesariamente debe pasar por él, pero no es ciertamente un lugar donde se pueda permanecer por mucho tiempo. Los nómades del desierto, en efecto, transcurren mucho de su vida en él, pero no pueden quedarse, siempre deben estar en movimiento.
Podemos recurrir a dos imágenes del Antiguo Testamento que iluminan este paso de Jesús por el desierto. Una, bien conocida, es la de los 40 años en el desierto en los que peregrinó el pueblo de Israel hacia la tierra prometida. El pueblo no esperaba pasar tantos años sin una tierra que los cobije, y el tiempo fue por eso para ellos una verdadera prueba y escuela donde debieron aprender quién era Dios para ellos, quiénes eran ellos para Dios y cuál era la voluntad de Dios. El desierto fue, en efecto, el lugar privilegiado del encuentro de Dios con su Pueblo.
Otra imagen sugestiva que nos regala el Antiguo Testamento es la del viaje de Elías al monte Horeb, la montaña de Dios. Elías venía escapando de Jezabel puesto que él había mandado degollar a todos los profetas de Baal, el dios cananeo, y ella era propiciadora de esta creencia en medio del pueblo de Israel, hasta el punto de suprimir la tradición religiosa judía. En ese escaparse se adentra al desierto y se desea la muerte. Dios, a través de su ángel, lo consuela y lo anima a seguir caminando: “¡Levántate, come, porque todavía te queda mucho por caminar!” (1Re. 19, 7). Elías se repone, y “fortalecido por ese alimento caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta la montaña de Dios, el Horeb” (1Re. 19, 8). Ese caminar por el desierto 40 días será para Elías el tiempo preparatorio para su encuentro con Dios.
¿Y para Jesús que significado tuvo? Según los Evangelios, inmediatamente previo a su estadía en el desierto él había sido bautizado por Juan, y Dios le había manifestado su amor y predilección: “Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta toda mi predilección” (Mt. 3, 17). Tal vez, podemos decir, que el encuentro con Dios ya se había producido en la vida de Jesús, que Jesús tenía la certeza de la presencia y actuación de Dios en su vida. No obstante, es dable entender que el desierto fue el lugar donde Jesús correspondió al amor y predilección de Dios-Padre. Dios-Padre, en efecto, ya había tendido su mano sobre el Hijo; en el desierto es ahora el Hijo el que abraza al Padre.
También nosotros, individualmente y como Iglesia, tenemos la experiencia de caminar por el desierto. El desierto del tránsito hacia la Tierra Prometida, el desierto al cual llegamos ante las incomprensiones y persecuciones de los que nos quieren dañar, el desierto de nuestras flaquezas, de nuestras enfermedades, de nuestros fracasos. El desierto es ese lugar donde la prueba, la carencia, la falta hasta de lo básico nos pone en tensión de encontrarnos con Dios. Pongamos nombre a nuestros desiertos y animémonos a transitarlos, con la conciencia de saber que a través de ellos estamos llamados a purificar nuestra fe y a encontrarnos con el Dios personal que me ama desde la eternidad y quiere que lo ame aún en medio de las dificultades y carencias temporales.