El desierto es un
símbolo muy importante en la religiosidad judeo-cristiana. El
desierto es un lugar donde la vida es escasa, trabajosa; donde hay
poco o casi nada para hacer que un ser se sostenga vivo. El desierto
es un tránsito no querido, pues quien se adentra al desierto lo hace
por la necesidad de ir a otro lugar y necesariamente debe pasar por
él, pero no es ciertamente un lugar donde se pueda permanecer por
mucho tiempo. Los nómades del desierto, en efecto, transcurren mucho
de su vida en él, pero no pueden quedarse, siempre deben estar en
movimiento.
Podemos recurrir a dos
imágenes del Antiguo Testamento que iluminan este paso de
Jesús por el desierto. Una, bien conocida, es la de los 40 años en
el desierto en los que peregrinó el pueblo de Israel hacia la tierra
prometida. El pueblo no esperaba pasar tantos años sin una tierra
que los cobije, y el tiempo fue por eso para ellos una verdadera
prueba y escuela donde debieron aprender quién era Dios para ellos,
quiénes eran ellos para Dios y cuál era la voluntad de Dios. El
desierto fue, en efecto, el lugar privilegiado del encuentro de Dios
con su Pueblo.
Otra imagen sugestiva
que nos regala el Antiguo Testamento es la del viaje de Elías al
monte Horeb, la montaña de Dios. Elías venía escapando de Jezabel
puesto que él había mandado degollar a todos los profetas de Baal,
el dios cananeo, y ella era propiciadora de esta creencia en medio
del pueblo de Israel, hasta el punto de suprimir la tradición
religiosa judía. En ese escaparse se adentra al desierto y se desea
la muerte. Dios, a través de su ángel, lo consuela y lo anima a
seguir caminando: “¡Levántate, come, porque todavía te queda
mucho por caminar!” (1Re. 19, 7). Elías se repone, y “fortalecido
por ese alimento caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta la
montaña de Dios, el Horeb” (1Re. 19, 8). Ese caminar por el
desierto 40 días será para Elías el tiempo preparatorio para su
encuentro con Dios.
¿Y para Jesús que
significado tuvo? Según los Evangelios, inmediatamente previo a su
estadía en el desierto él había sido bautizado por Juan, y Dios le
había manifestado su amor y predilección: “Este es mi Hijo muy
querido, en quien tengo puesta toda mi predilección” (Mt. 3, 17).
Tal vez, podemos decir, que el encuentro con Dios ya se había
producido en la vida de Jesús, que Jesús tenía la certeza de la
presencia y actuación de Dios en su vida. No obstante, es dable
entender que el desierto fue el lugar donde Jesús correspondió al
amor y predilección de Dios-Padre. Dios-Padre, en efecto, ya había
tendido su mano sobre el Hijo; en el desierto es ahora el Hijo el que
abraza al Padre.
También nosotros, individualmente y como
Iglesia, tenemos la experiencia de caminar por el desierto. El
desierto del tránsito hacia la Tierra Prometida, el desierto al cual
llegamos ante las incomprensiones y persecuciones de los que nos
quieren dañar, el desierto de nuestras flaquezas, de nuestras
enfermedades, de nuestros fracasos. El desierto es ese lugar donde la
prueba, la carencia, la falta hasta de lo básico nos pone en tensión
de encontrarnos con Dios. Pongamos nombre a nuestros desiertos y
animémonos a transitarlos, con la conciencia de saber que a través
de ellos estamos llamados a purificar nuestra fe y a encontrarnos con
el Dios personal que me ama desde la eternidad y quiere que lo ame
aún en medio de las dificultades y carencias temporales.