La “regla de oro” del comportamiento ético, no
solamente presente en la tradición cristiana-occidental sino en otras culturas
y religiones, es: “no hagas a otro lo que no quieres que te hagan a ti”. En el
trasfondo de esta norma milenaria se esconde una profunda sabiduría que, como
humanos bien humanos, nos solemos olvidar. No solamente es empatía (aunque también
lo es), sino una conciencia de la propia valía y el consecuente valor de quién
está en frente en cuanto semejante. El mandamiento cristiano “ama a tu prójimo
como a ti mismo” expresa en esencia esto mismo.
Esa valía propia y ajena no está llamada a ser
mero sentimentalismo o una racionalización ética, sino que encuentra una
correspondencia en la praxis, tanto en una dimensión negativa (no hacer) como
positiva (hacer). Cuando soy capaz de reconocer mi propio valor, mi inmenso
valor, entonces consecuentemente no puedo dejar de respetar y cuidar y abrazar
y amar al otro en su valor tan inmenso como lo soy yo. Desde aquí surgen todas
las normas éticas de convivencia, siendo el “no matarás” su expresión
paradigmática. ¡No podemos disponer de la vida ajena! La vida, palabra que
resume en sí la invaluable existencia personal, es indisponible o, mejor dicho,
solamente disponible tanto en cuanto se entrega, se dona al otro por amor.
Nadie puede disponer de una vida ajena, entendiendo con ello no solamente su
dimensión biológica, sino existencial: su querer, su parecer, su sentir, su
desear, su pensar, etc., etc. Esa vida, esa existencia personal que se para
frente a la nuestra, es plenamente sagrada y por ello está llamada a ser respetada (en actos y en palabras). Toda coacción quiebra al otro en su
ser personal; es una sutil forma de matar.
La sacralidad de la persona hace a la
sacralidad de su palabra. El “NO” ante el querer ajeno es el límite que
presentan las dos libertades. El “NO” es presentarme indisponible en un acto de
eminente libertad y voluntad. Ese “NO” muchas veces no es fácil decirlo y
tampoco actuarlo. Inmersos como estamos en estructuras de poder, en un sistema
de mercadeo humano, y afectados por mil y un circunstancias que condicionan
nuestra libertad (situación económica, salud, edad, sexo, cultura, raza, etnia,
nación, religión, deseos, corporeidad, marketing, tecnología, medios de
comunicación de masas, etc.), el “NO” como palabra-acto de eminente libertad y
valía de sí mismo ciertamente llega a ser un acto soberano a la vez que revolucionario.
Implica valentía; una autoestima que no se deje doblegar por quienes
sistemáticamente pretenden “violar” la existencia ajena y sojuzgarla a sus
deseos. Implica ciertamente, y como base de todo, educación: ser parte de una
red de personas y de organizaciones donde el amor sea el componente central de
las relaciones, y desde allí crezca cada uno en la propia conciencia de su
valía personal y de la valía del otro.
Las noticias de los últimos días, en torno a la
denuncia hecha pública de Thelma Fardín contra Juan Darthés por abuso sexual, han
despertado las manifestaciones principalmente de las mujeres, pero también de
muchos otros respecto a ser sujetos-víctimas de abuso. La institución eclesial,
de la cual por el ministerio público que ejerzo soy también representante, se
encuentra sumida en un escándalo de magnitud global a causa de los abusos
cometidos por sacerdotes y religiosos en las últimas décadas. Y en el
anonimato, en el seno familiar las más de las situaciones, pero también en la
vía pública, en las fiestas, en el trabajo, se producen continuos actos de
destrato, de maltrato, de discriminación y de todo tipo de abuso (de poder, de
confianza, ¡sexual!). Este verdadero “pecado del mundo” es un grito que llega
hasta el cielo. Nos tiene que llevar a responder como sociedad, y no solamente
a un sector de ella como es el colectivo feminista o tantos otros colectivos
víctimas de la violencia del poderoso. El abrazo protector hacia la víctima
tiene que ser de toda la sociedad. Pero no un abrazo que solamente consuele en
el afecto, que tilde de “pobrecita” a quién sufrió en carne propia la violencia
ajena. Tiene que ser un abrazo contenedor de vida y denunciador de muerte,
promotor de verdaderas transformaciones sociales (empezando por casa) y red de
contención y de justicia para quién tuvo la desgracia de ser abusado.
Jesús nos enseñó: “Si no se hacen como niños,
no entrarán en el Reino de Dios”. Ser niños… dejar de lado toda mentalidad de
dominio sobre otro, toda preocupación enfermiza sobre el ser y el tener, y
vivir en la libertad de saberse profundamente amado e inmensamente digno. Que en
este tiempo de Navidad podamos contemplar al Niño y en él descubrir al hombre, varón
y mujer, que estamos llamados a ser.