domingo, 28 de octubre de 2012

La no-utopía del Reino


Al preguntarle los fariseos cuándo llegaría el Reino de Dios, les respondió: 'La venida del Reino de Dios no se producirá aparatosamente, ni se dirá: Véanlo aquí o allá, porque, sépanlo bien, el Reino de Dios ya está entre ustedes'.” (Lc. 17, 20-21)

Jesús comienza su predicación hablándonos de dos tópicos: Reino y conversión. Las primeras palabras de Jesús en el Evangelio de Marcos son: “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios ha llegado; conviértanse y crean en la Buena Noticia” (Mc. 1, 15). La Buena Noticia es esta llegada del Reino en este tiempo, y su arribo llama a la conversión. Así, Reino-conversión no se separan nunca en la prédica ni en el obrar de Jesús.

¿Qué es este Reino? Sabemos que Jesús no lo define tal como estamos acostumbrados en el pensamiento racional occidental, sino que nos lo grafica. El Reino así será un campo donde se sembró buena semilla pero en que un enemigo también sembró cizaña, y ambas crecieron juntas (Cfr. Mt. 13, 24-30); es también pequeño como un grano de mostaza pero que llega a ser más grande que todas las hortalizas del jardín (Cfr. Mt, 13, 31-32); o sino como la levadura que fermenta toda la masa (Cfr. Mt. 13, 33); o como un tesoro escondido, o una perla fina por la cual se vende todo para adquirirla (Cfr. Mt. 13, 44-46); o como una red que se echa al mar recogiendo todo tipo de peces que luego serán discriminados en buenos y malos (Cfr. Mt. 13, 47-50).

Este Reino de Dios, en su bastedad, Jesús no puede terminar de pintárnoslo, pero en cada imagen de él tenemos de cierta manera su totalidad. Es particularmente interesante reconocer que el Reino no está más allá de nosotros, sino que está todo aquí y ahora. El Reino no es el trigo limpio luego de la cosecha, sino la plantación del trigo y la cizaña; el Reino no es el árbol ya crecido, sino la semilla plantada; el Reino no es la masa leudada, sino ya la levadura en su fermentar; el Reino no está en la adquisición del tesoro o la perla, sino en el mismo tesoro y en la misma perla que espera ser adquirida; el Reino no está en los peces ya limpios luego de la pesca, sino en el pescar, en la red que recoge.

Pero el Reino no es sólo imagen; no está sólo en la prédica de Jesús, sino plenamente en su obrar. Cuando los evangelistas nos relatan un hecho de exorcismo en el cual Jesús sana a un mudo, nos dicen que sus detractores lo acusaban de realizar estos milagros gracias a “Beelzebul, Príncipe de los Demonios”, mientras otros más le pedía signos del cielo (Cfr. Lc. 11, 14-16). Jesús les responde a sus argumentaciones y finaliza diciéndoles: “Si yo expulso los demonios por el dedo de Dios, es señal de que ha llegado a ustedes el Reino de Dios” (Lc. 11, 20).

Asimismo, en Lucas, las primeras palabras de Jesús son en respuesta al pasaje de Isaías que expresa: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor” (Lc. 4, 18-19), a lo cual Jesús manifiesta: “Hoy se ha cumplido esta Escritura que acaban de oír” (Lc. 4, 21).

A partir de los dos pasajes seleccionados, podemos constatar que el Reino de Dios se hace presente en las obras, y Jesús lo hizo históricamente presente en cada curación corporal y espiritual, en ponerse al lado de los enfermos, de los pobres y de los pecadores; en definitiva, el Reino de Dios en Jesús era la total identificación con la Voluntad del Padre que lo llevaba día tras día, jornada tras jornada, y momento a momento a estar abierto al amor, al bien y a la verdad.

¿Por qué no-utopía del Reino? Porque, en palabras de Jesús, el Reino de Dios ya está entre nosotros en la medida en que lo reconozcamos en la primacía de Dios en nuestras vidas y en el obrar acorde a su Voluntad que no es otra que vivir en el amor, en el bien y en la verdad. Porque al Reino no hay que hacerlo, sino que hay que vivirlo. Porque la conversión es un ahora continuo que grita ¡el Reino es ya! Porque no hay proceso socio-histórico que conduzca a un estado de Reino, sino que en cada persona, en cada acontecer, en cada instante clama por nacer una y otra y otra vez; siempre Nuevo, siempre Bueno.

domingo, 21 de octubre de 2012

El don de ser madre


Yo soy la mujer que estuvo aquí orando a Dios. Este niño pedía yo, y Dios me ha concedido la petición que le hice. Ahora se lo ofrezco a Dios por todos los días de su vida; está ofrecido a Dios” (1Sam. 1, 26-28)

Ana, mujer de Elcaná, era una mujer estéril que sufría por no poder tener hijos y por las burlas de la otra mujer de su marido, Peniná, quien sí era fecunda en su carne. Ana no podía consolarse por los halagos de su marido quién le expresaba: “¿por qué lloras y no comes? ¿por qué está apenado tu corazón? ¿no soy para ti mejor que diez hijos?” (1Sam. 1, 8). Más para ella existía un sólo consuelo, y por eso con amargura y copioso llanto se dirigió a Dios en la oración: “¡Oh Dios! Si miras la aflicción de tu sierva y te acuerdas de mí, si no te olvidas de tu sierva y la das un hijo varón, yo te lo entregaré todos los días de su vida!” (1Sam. 1, 11). Después de aquella plegaria nos expresa la Palabra que Ana “no pareció ya la misma” (1Sam. 1, 18) y que al unirse con su marido “Dios se acordó de ella” (1Sam 1, 19). Cuando dio a luz a su hijo le puso el nombre de Samuel, que significa “Se lo he pedido al Señor” (1Sam. 1,20).

¿Qué nos puede estar diciendo hoy este relato? ¿Qué bien ligado a lo eterno se trasluce en él? A la luz de la Palabra, e inspirado en el acontecimiento del día de la madre, no puedo dejar de reconocer primero las ansias de maternidad que se albergaban en el corazón de Ana. Alguno podrá hacer de esto una lectura sociológica, cultural y antropológica, de la vergüenza que significaba para una mujer en los tiempos de la narración del libro de Samuel el no poder concebir y tener descendencia. Es en efecto así, pero ¿solamente? Si bien en tiempos pretéritos una mujer era mujer en cuanto era madre, y hoy podemos decir que una mujer es mujer más allá de ser madre, en Ana leemos esta vinculación mujer-madre que no podemos nunca separarla tan tajante o radicalmente. Las ansias de maternidad de Ana nos hablan de la naturaleza propia de una mujer que sabe que su realización no es ser amada solamente por un marido que le dispensa los mejores tratos, sino que reconoce que está llamada a la fecundidad del hijo de las entrañas, y esta llamada en su cuerpo encuentra un límite que causa la angustia y el llanto.

Otra cosa reconocible en el texto es el don que significa la maternidad. Es un pensamiento común el que cuando tenemos algo con nosotros no lo apreciamos, y sólo nos damos cuenta de su valor cuando lo perdemos o no está. Peniná, en el relato que estamos comentando, de seguro no podía percatarse del gran don que significaba su fecundidad. Ana, en su esterilidad, es muy consciente del don de ser madre. Es un don que ella no recibió, pero sabe a quién debe recurrir: a Aquél que es Señor de ella y de todas las cosas. Por eso Ana se consuela en la oración, en cuanto descarga toda su pena en el único que ella sabe que puede darle una respuesta. Y esto no es mera magia y superstición, sino plena conciencia del propio límite. Ana sabe que ni ella (ni nadie) cambiará su cuerpo, su condición de esterilidad. La angustia de ella brota en el límite; y por eso su plegaria se convierte también en don. Sabe que su pedido es para ella en respuesta a su gran angustia, pero si es escuchado será sólo gracias a Él; de allí que el don recibido es prometido luego como don otorgado. Ana, en su aflicción, descubre que el fruto de las entrañas, en cuanto verdadero don de lo alto, no es realmente suyo, sino de Él. Su hijo no es su hijo, sino y ante todo hijo de Aquél que lo da.

Finalmente, el texto de la Palabra nos puede llamar a la confianza hacia un Dios que se acuerda de nosotros si nosotros nos abandonamos a Él, y a la alegría de esos bienes más entrañablemente pedidos y queridos por nuestro corazón. Para las madres, el fruto de sus entrañas es un bien incomparable del cual brotan las mayores alegrías y los más grandes llantos. Que cada madre sepa confiar la vida propia y la de sus hijos a Dios, Padre y dador de la vida.

Que toda mujer reconozca su innato llamado a la fecundidad. Que toda madre reconozca el don indecible de la vida que significa el fruto de las entrañas y que, como Ana, no se crea propietaria nunca de esa vida, sino que reconozca en ella a quién la da, y pueda también decir: ¡Se lo ofrezco a Dios por todos los días de su vida!

Feliz Día de las Madres