“La
profesión religiosa es signo del encuentro de amor entre el Señor
que llama y el discípulo que responde” (Constituciones Salesianas,
N.º 23)
Como
lema que me acompañe en este paso vocacional de los votos perpetuos,
elegí “Permanezcan en mí… permanezcan en mi amor”, como
síntesis de la imagen de Jesús, Vid Verdadera (Jn. 15,1-9). Quería
compartir ahora un breve comentario de lo que fui rezando.
¡Jesús
es la Vid del Padre! Sus raíces se entierran en la tierra profunda
de la Voluntad del Padre, del amor del Padre. Desde allí crece el
majestuoso tronco, cuya sabia es el amor, el mismo amor del Padre, y
que da vida a sus ramas.
“Permanezcan
en mí, como yo permanezco en ustedes” (Jn. 15,4)
Hay
dos permaneceres. Uno como
llamado, el otro como realidad presente. Jesús-Vid es el que
permanece, el siempre fiel a la Voluntad del Padre y quien manifiesta
el amor del Padre por los hombres. Él permanece en nosotros y no se
muda, en la presencia de su Espíritu (cfr. 1Jn. 4,13).
Nosotros,
las ramas, estamos llamados a permanecer unidos a Jesús-Vid, para en
él vivir, amar, dar fruto. La sabia que da vida es el amor, y los
frutos son frutos de amor. Separados de Jesús-Vid nada podemos
hacer; su amor nos da la vida y nos hace fecundos.
El
permanecer habla de estabilidad, de fidelidad. Dios es fiel, y el
Hijo es fiel al Padre. El Hijo nos comunica su Espíritu para que
permanezcamos fieles a él y al Padre. Así, nuestra permanencia se
sostiene en la permanencia del Hijo; o dicho de otra manera, nuestra
fidelidad es respuesta a la fidelidad de Cristo a la Voluntad del
Padre y a nosotros, sus amigos (cfr. Jn 15,15).
“Permanezcan
en mi amor” (Jn. 15,9)
Jesús-Hijo
se abismó en el amor del Padre, y en ese amor infinito nos ama. Él
nos invita a abismarnos en ese amor. Jesús nos invita a su mayor
intimidad, a entrar en la profundidad de su ser, que es puro amor
recíproco con el Padre, y del Padre y del Hijo con los hombres a
través de su Espíritu. Y en ese amor nos volvemos divinos, nos
conformamos semejantes a Dios, porque “Dios es amor, y el que
permanece en el amor permanece en Dios, y Dios permanece en él”
(1Jn. 4,16).
Mi
consagración no es más que respuesta al amor de Dios, manifestado
en Cristo, que me llama a permanecer unido a él en el amor,
haciéndome partícipe por pura Gracia de su vida divina. ¡Él me
amó primero y su amor es vida! Por eso digo: ¡Aquí estoy!
Que
permanezca, Señor, en ti.
Que
permanezca, Señor, en tu amor.