viernes, 9 de septiembre de 2016

Permanecer


“La profesión religiosa es signo del encuentro de amor entre el Señor que llama y el discípulo que responde” (Constituciones Salesianas, N.º 23)

Como lema que me acompañe en este paso vocacional de los votos perpetuos, elegí “Permanezcan en mí… permanezcan en mi amor”, como síntesis de la imagen de Jesús, Vid Verdadera (Jn. 15,1-9). Quería compartir ahora un breve comentario de lo que fui rezando.

¡Jesús es la Vid del Padre! Sus raíces se entierran en la tierra profunda de la Voluntad del Padre, del amor del Padre. Desde allí crece el majestuoso tronco, cuya sabia es el amor, el mismo amor del Padre, y que da vida a sus ramas.

“Permanezcan en mí, como yo permanezco en ustedes” (Jn. 15,4)

Hay dos permaneceres. Uno como llamado, el otro como realidad presente. Jesús-Vid es el que permanece, el siempre fiel a la Voluntad del Padre y quien manifiesta el amor del Padre por los hombres. Él permanece en nosotros y no se muda, en la presencia de su Espíritu (cfr. 1Jn. 4,13).

Nosotros, las ramas, estamos llamados a permanecer unidos a Jesús-Vid, para en él vivir, amar, dar fruto. La sabia que da vida es el amor, y los frutos son frutos de amor. Separados de Jesús-Vid nada podemos hacer; su amor nos da la vida y nos hace fecundos.

El permanecer habla de estabilidad, de fidelidad. Dios es fiel, y el Hijo es fiel al Padre. El Hijo nos comunica su Espíritu para que permanezcamos fieles a él y al Padre. Así, nuestra permanencia se sostiene en la permanencia del Hijo; o dicho de otra manera, nuestra fidelidad es respuesta a la fidelidad de Cristo a la Voluntad del Padre y a nosotros, sus amigos (cfr. Jn 15,15).

“Permanezcan en mi amor” (Jn. 15,9)

Jesús-Hijo se abismó en el amor del Padre, y en ese amor infinito nos ama. Él nos invita a abismarnos en ese amor. Jesús nos invita a su mayor intimidad, a entrar en la profundidad de su ser, que es puro amor recíproco con el Padre, y del Padre y del Hijo con los hombres a través de su Espíritu. Y en ese amor nos volvemos divinos, nos conformamos semejantes a Dios, porque “Dios es amor, y el que permanece en el amor permanece en Dios, y Dios permanece en él” (1Jn. 4,16).

Mi consagración no es más que respuesta al amor de Dios, manifestado en Cristo, que me llama a permanecer unido a él en el amor, haciéndome partícipe por pura Gracia de su vida divina. ¡Él me amó primero y su amor es vida! Por eso digo: ¡Aquí estoy!

Que permanezca, Señor, en ti.

Que permanezca, Señor, en tu amor.

jueves, 8 de septiembre de 2016

El sí

“Yo soy la servidora del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho” (Lc. 1,38)

Hoy, en la festividad de la Natividad de María, la contemplo a ella, a la mujer del “sí”.

Así como Jesucristo redimió el pecado de Adán con su a la Voluntad del Padre, María, nueva Eva, se nos presenta como la mujer disponible al obrar de Dios, y en su nos abrió el camino de la Salvación.

¡Alégrate!” la saludó el Ángel. “¡Feliz de ti!” pronunció en su saludo su prima Isabel. María es la feliz en el Señor. Su alegría se encuentra en Dios y, por ello, es la “llena de gracia”. Su existir es un existir para Dios, y por eso su corazón “se estremece de gozo” ante él.

María es la servidora del Señor. Ese es el título que ella misma se otorga. La sierva, la esclava. Toda su vida, su ser, su obrar; toda ella se halla sujeta a la Voluntad de Dios. Su felicidad es la felicidad de su Señor, que él la haya mirado y se haya valido de ella para su proyecto de Salvación.

María es la mujer de la gracia. Dios, desde siempre, tomó su corazón. Antes de concebir al Hijo en la carne ya había nacido en su corazón. Antes de que Dios habitase en ella, ella ya habitaba en Dios.

Por eso no dudó, por eso creyó, por eso dejó que Dios haga, porque se supo desde siempre toda de Dios.

Guíame, María, en el sí a la Voluntad del Padre.
Que mi alegría sea plena en su obrar.
Que asuma con humildad mi condición de siervo.
Que me abra a su gracia y me deje transformar por ella.

Y pueda cantar contigo la grandeza de Dios. Amén.