Hace tres semanas atrás (un poco más un poco menos), en una cena de agradecimiento, realizada por los colaboradores del Templo María Auxiliadora de Funes, nos enteramos y nos unimos a una oración hecha persona: Pilar.
Yo no la conocía; muchos de la casa no la conocíamos, pero el pedido se hizo escuchar, como las palabras de Jairo: "Ven, Señor, que mi hija se muere" (Mc. 5,23). Acaso no pasó un segundo cuando, como Jesús, nos pusimos en marcha, y en la oración acudimos a verla.
No era sencilla su situación; las palabras que escuchábamos no eran las más alentadoras: "infección generalizada", "múltiple entubación", "situación delicada". Se podrían transformar fácilmente en desaliento, en ese "deja tranquilo al Maestro..." (Mc. 5,35), pero una vez más Él nos sale al cruce y nos devuelve la esperanza, diciendo con paz: "No temas, basta que tengas fe" (Mc. 5,36).
Fe, esta actitud tan humana que algunos quisieran quitar del diccionario pero que se transforma en la única respuesta cuando no hay más respuestas, y por encima de cualquier irracionalidad, es la más racional de las actitudes del hombre ante la constatación de su carencia y límite.
Esta fe movilizó los corazones de toda una comunidad unida en oración, movilizó a los padres de Pilar en su esperanza, movilizó todos los días al P. Jorge en su ir y acompañarla en el hospital. Porque la fe es vida, es movilidad, es acción y grito que llama a una respuesta. Los libros de teología dirán que la fe es la respuesta del hombre al Dios que llama; pero fe también es esta: llamar a Dios en la esperanza de su respuesta.
¡Y llegó la Buena Nueva!, "¡Niña, te lo digo, levántate!" (Mc. 5,41). Y luego de semanas de incertidumbre, llegó la mejoría. Era acaso la lucha por vivir de Pilar, fueron acaso los buenos médicos y tratamientos recibidos, fue acaso la mano generosa de Dios que escucha las súplicas de sus hijos; fue acaso todo esto a la vez.
Bastó una semana en sala común para que se reponga, y la generosidad del Padre me hizo un regalo antes de venir a mi patria chica: verla. ¡Y me alegré! ¿Cómo no alegrarme del milagro de la vida?, ¿cómo no alegrarme con esta pequeñita y con sus padres? El verla reirse, ruborizarse frente a la mirada y llegada en tropel de todos los de la casa, el poder saludarla me dio alegría.
Y Pilar, como creo que tantos otros que viven la Buena Nueva en su propia carne, podrá como María decir en esta navidad: "Mi alma canta la grandeza del Señor".
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