jueves, 13 de diciembre de 2018

NO es NO


La “regla de oro” del comportamiento ético, no solamente presente en la tradición cristiana-occidental sino en otras culturas y religiones, es: “no hagas a otro lo que no quieres que te hagan a ti”. En el trasfondo de esta norma milenaria se esconde una profunda sabiduría que, como humanos bien humanos, nos solemos olvidar. No solamente es empatía (aunque también lo es), sino una conciencia de la propia valía y el consecuente valor de quién está en frente en cuanto semejante. El mandamiento cristiano “ama a tu prójimo como a ti mismo” expresa en esencia esto mismo.

Esa valía propia y ajena no está llamada a ser mero sentimentalismo o una racionalización ética, sino que encuentra una correspondencia en la praxis, tanto en una dimensión negativa (no hacer) como positiva (hacer). Cuando soy capaz de reconocer mi propio valor, mi inmenso valor, entonces consecuentemente no puedo dejar de respetar y cuidar y abrazar y amar al otro en su valor tan inmenso como lo soy yo. Desde aquí surgen todas las normas éticas de convivencia, siendo el “no matarás” su expresión paradigmática. ¡No podemos disponer de la vida ajena! La vida, palabra que resume en sí la invaluable existencia personal, es indisponible o, mejor dicho, solamente disponible tanto en cuanto se entrega, se dona al otro por amor. Nadie puede disponer de una vida ajena, entendiendo con ello no solamente su dimensión biológica, sino existencial: su querer, su parecer, su sentir, su desear, su pensar, etc., etc. Esa vida, esa existencia personal que se para frente a la nuestra, es plenamente sagrada y por ello está llamada a ser respetada (en actos y en palabras). Toda coacción quiebra al otro en su ser personal; es una sutil forma de matar.

La sacralidad de la persona hace a la sacralidad de su palabra. El “NO” ante el querer ajeno es el límite que presentan las dos libertades. El “NO” es presentarme indisponible en un acto de eminente libertad y voluntad. Ese “NO” muchas veces no es fácil decirlo y tampoco actuarlo. Inmersos como estamos en estructuras de poder, en un sistema de mercadeo humano, y afectados por mil y un circunstancias que condicionan nuestra libertad (situación económica, salud, edad, sexo, cultura, raza, etnia, nación, religión, deseos, corporeidad, marketing, tecnología, medios de comunicación de masas, etc.), el “NO” como palabra-acto de eminente libertad y valía de sí mismo ciertamente llega a ser un acto soberano a la vez que revolucionario. Implica valentía; una autoestima que no se deje doblegar por quienes sistemáticamente pretenden “violar” la existencia ajena y sojuzgarla a sus deseos. Implica ciertamente, y como base de todo, educación: ser parte de una red de personas y de organizaciones donde el amor sea el componente central de las relaciones, y desde allí crezca cada uno en la propia conciencia de su valía personal y de la valía del otro.

Las noticias de los últimos días, en torno a la denuncia hecha pública de Thelma Fardín contra Juan Darthés por abuso sexual, han despertado las manifestaciones principalmente de las mujeres, pero también de muchos otros respecto a ser sujetos-víctimas de abuso. La institución eclesial, de la cual por el ministerio público que ejerzo soy también representante, se encuentra sumida en un escándalo de magnitud global a causa de los abusos cometidos por sacerdotes y religiosos en las últimas décadas. Y en el anonimato, en el seno familiar las más de las situaciones, pero también en la vía pública, en las fiestas, en el trabajo, se producen continuos actos de destrato, de maltrato, de discriminación y de todo tipo de abuso (de poder, de confianza, ¡sexual!). Este verdadero “pecado del mundo” es un grito que llega hasta el cielo. Nos tiene que llevar a responder como sociedad, y no solamente a un sector de ella como es el colectivo feminista o tantos otros colectivos víctimas de la violencia del poderoso. El abrazo protector hacia la víctima tiene que ser de toda la sociedad. Pero no un abrazo que solamente consuele en el afecto, que tilde de “pobrecita” a quién sufrió en carne propia la violencia ajena. Tiene que ser un abrazo contenedor de vida y denunciador de muerte, promotor de verdaderas transformaciones sociales (empezando por casa) y red de contención y de justicia para quién tuvo la desgracia de ser abusado.

Jesús nos enseñó: “Si no se hacen como niños, no entrarán en el Reino de Dios”. Ser niños… dejar de lado toda mentalidad de dominio sobre otro, toda preocupación enfermiza sobre el ser y el tener, y vivir en la libertad de saberse profundamente amado e inmensamente digno. Que en este tiempo de Navidad podamos contemplar al Niño y en él descubrir al hombre, varón y mujer, que estamos llamados a ser.

lunes, 11 de junio de 2018

“Si a las dos vidas” vs “Aborto legal” ¿esa es la cuestión?


En los últimos meses, y muy fuertemente en estas últimas semanas, una buena parte de la sociedad argentina se halla movilizada por la discusión en torno a, digámoslo así,  “defensa de la vida en gestación junto con la vida de la mujer gestante (slogan: “salvemos las dos vidas”) vs defensa de la vida de la mujer que no quiere asumir tal proceso de gestación y opta por interrumpirlo (slogan: “aborto legal, seguro y gratuito”)”. A mi parecer, reducir esta problemática (como otras) a un binomio SI-NO me resulta del todo simplista. El slogan mismo de unos y otros pareceres puede llegar a ser una expresión del todo incorrecta. Veamos esto de modo más pormenorizado.

Por un lado, y respecto a la expresión “salvemos las dos vidas”, ¿qué entendemos por salvar las dos vidas?, ¿acaso tenemos tal capacidad individual o social?, ¿cómo activamente podemos llevar adelante tal “salvación”? El slogan expresa una preocupación por el cuidado tanto de la vida de la persona por nacer a la vez que por la vida de la madre, pero ¿cómo esa preocupación transmuta en ocupación?, ¿cómo social e individualmente nos hacemos cargo de acompañar toda vida y durante toda la vida?

La lectura particular que hago, y por eso adhiero aunque con estas reservas, de la expresión “salvemos las dos vidas” es la demanda, que efectivamente retorna sobre cada uno de nosotros de modo particular y social, de la defensa integral del derecho a la vida y a una vida digna. Una legislación “pro-vida” es y será ciertamente dificultosa, necesitará un mayor esfuerzo en la transmisión de valores, en la educación para la responsabilidad, deberá establecer mecanismos de educación y prevención en materia de sexualidad y de acompañamiento de condiciones de vida digna para las familias y los hijos, etc. Una legislación “pro-vida” coloca la carga sobre cada uno de los ciudadanos en lo que respecta al cuidado, defensa y promoción de todos.

Y aquí abro mi consideración sobre el “salvar”: no debe ser entendida esta expresión de modo mágico o heroico, sino que quiero comprenderla desde una perspectiva de cuidado-defesa-promoción integral que corresponde al conjunto del tejido social el deber de llevarla adelante. No es, repito, asumir una actitud heroica ni pedir a las mujeres ser heroínas en la gestación de un embarazo no deseado así porque sí. Tampoco es creer que mágicamente por decir “sí a la vida”, toda vida efectivamente encuentra cuidado-defensa-promoción. El “sí a la vida” es un desafío abierto a la no exclusión, a la no expulsión existencial de nadie: ni de los niños y niñas por nacer, ni de los ancianos, ni de los ciudadanos en situación de enfermedad, de pobreza, de calle…

Por otro lado, en la vereda de enfrente, escuchamos: “derecho al aborto”, “aborto legal, seguro y gratuito”. Me cabe comprender, a partir de lo leído y escuchado, que este grito embanderado en tintes verdes trae consigo la voz de muchas mujeres que deciden no continuar con un proceso de gestación no querido y que, al estar actualmente penado en su práctica por la normativa del país, no les queda otro remedio que realizarlo en la clandestinidad con el riesgo real de no contar con las condiciones de salud e higiene adecuadas. De este grito también me han surgido preguntas: ¿cómo entender “derecho al aborto”?, ¿cómo legalizar y proclamar un derecho sobre una acción de por sí disvaliosa?, ¿por qué cabe reducir la problemática a una situación de “salud pública”?, ¿qué está en la base de que el Estado garantice tal práctica? De estas preguntas, y de los fundamentos esgrimidos detrás de los pañuelos verdes, me quedan en limpio dos cuestiones: una, la referente a la práctica efectiva del aborto que se da en la sociedad y su acompañamiento por parte de los organismos de salud pública; y dos, la proclamación de un derecho al aborto. Empezaré por lo último.

Los derechos son entendidos, por principio, como aquellos bienes/valores que nos son debidos en virtud de nuestra condición de personas a nivel individual (derechos de primera generación), colectivo-social (derechos de segunda generación) y en vinculación con la tierra que habitamos y las generaciones futuras (derechos de tercera generación). Todo derecho, por principio, busca la defensa o tutela de tales bienes/valores humanos y su adecuada promoción. A partir de esta comprensión, entiendo por lo menos incorrecta la expresión “derecho al aborto” en cuanto sería contradictoria la defensa-promoción de un acto disvalioso. Considero por tanto que, como sociedad, no es gratuito que una parte de la ciudadanía exprese sin más el derecho a ejercer sobre sí o sobre otro una acción de por sí disvaliosa. Y esto aunque tal acto sea habitual, porque si sólo fuese la habitualidad el criterio que establezca el derecho al acceso a una determinada práctica, ¿no sería correcto también legalizar el consumo de estupefacientes, la práctica de la prostitución, la esclavitud, el contrabando, y tantas otras prácticas disvaliosas que existen en nuestra sociedad? No. Digámoslo claramente: un acto disvalioso habitual nunca puede habilitar un derecho ya que en sí se contrapone con la noción misma de derecho. Por tanto, es contradictorio en sí mismo hablar de “derecho al aborto”.

Ahora bien, al ser un acto habitual que algunos ciudadanos realizan (ya la mujer que quiere abortar, ya el médico (enfermero, obstetra, etc.) que ofrece su realización) tampoco es gratuito a nivel social hacer la vista gorda a tales prácticas y solamente catalogarlas de “delito” (aún más por ser uno de esos delitos que finalmente no se terminan ni de perseguir ni de punir de modo firme). Esto también sucede, insisto, con otros actos disvaliosos que se dan de modo habitual en nuestra sociedad. Y como sociedad considero que, a nivel de derechos, obligaciones y delitos, debemos ser capaces de reconocer cuáles son los valores que se buscan proteger-promover y cuáles son las acciones de nuestros ciudadanos que son disvaliosas y reconociéndolas como tales deben ser acompañadas, tratadas, saneadas en pos de que sean reconsideradas y, a la postre, puedan disminuir.

Esto me conduce al fundamento de la legislación del aborto como una cuestión de salud pública que debe ser atendido por el Estado nacional, garantizando a su acceso de modo gratuito. En vistas, como decía, de que la práctica disvaliosa de la interrupción del embarazo se da efectivamente en nuestra sociedad, y que tal práctica está sumida en la clandestinidad y por tal motivo se halla carente de la salubridad o control médico adecuado, ciertamente no puedo negar que la habilitación de la práctica abortiva en establecimientos adecuados con personal capacitado es un modo de “al menos” garantizar que quién ya ha optado por la interrupción del embarazo no corra riesgo en su vida y sea tratada con dignidad y profesionalidad. Pero esto me lleva a preguntarme: ¿cómo el aborto asumido desde una cuestión de salud pública no se contradice con la promoción pública de una práctica disvaliosa? o, dicho de otro modo, ¿cómo encontrar el equilibrio adecuado entre acceso a la salud y ejercicio de habitual de un acto disvalioso? Las acciones del Estado son, en principio, para proteger-promover derechos: a la salud, a la educación, al trabajo digno, a la vivienda, a la seguridad, etc. Dentro del derecho general a la salud, ¿se concibe como parte de tal el ejercicio de la práctica del aborto?

Concluyo, aunque sin dar por cerradas las interrogantes, con estas consideraciones. Primero, considero que el acceso a la salud pública para la práctica del aborto no puede, por los fundamentos antes dichos, enmarcarse dentro de un plano de “derecho”, aunque sí, por razones de “práctica habitual social”, creo que es necesario acompañar fuera de la clandestinidad a las mujeres que han decidido interrumpir su embarazo, ayudarlas fuertemente a que reconsideren esa opción y establecer un marco legal de excepción, como el que ya existe aunque tal vez con nuevas tipologías, para una práctica que nunca debe ser aplaudida, pero que ciertamente debe ser asumida como (tristemente) existente, y desde esa corroboración debemos actuar con cierta “tolerancia social”, más siempre para transformarla.

Segundo, considero que nuestra legislación de base, los principios legales que animan las prácticas políticas (económicas, médicas, sociales, etc.) deben ciertamente ser “pro-vida”, buscando cuidar-defender-promover a toda persona y en todo su proceso vital, desde la concepción y hasta la muerte natural, y de modo integral (físico, psicológico, espiritual, moral).

Tercero, considero que la defensa de la vida debe ser un criterio político de base para una verdadera transformación social, donde los más vulnerables (y quién más vulnerable que un niño por nacer) sean defendidos-promovidos por las leyes y las instituciones.

Cuarto, considero que debemos seguir trabajando para fortalecer nuestro tejido social y no disgregarlo con discusiones de SI-NO, para lograr ser una verdadera red de contención, de acompañamiento de aquellos ciudadanos que optan por acciones disvaliosas (para sí o para otros) para que puedan tener alternativas positivas, posibilidades reales de acción valiosa (por ejemplo: un trámite de adopción ágil, acompañamiento psicológico, subsidios que garanticen la salud y educación de los niños, etc.) que gestan un círculo virtuoso social y que, ciertamente, creo nos llevarán al verdadero bien que todos deseamos para nuestra patria, porción de este frágil mundo en que vivimos.

miércoles, 11 de abril de 2018

Subir la montaña


Subir la montaña es una experiencia de Dios porque es un encuentro con la creación que nos habla de Dios, y con Dios que nos habla en la creación; nos encontramos como parte de la creación, pequeños ante tal inmensidad, y así vamos descubriendo también la inmensidad del amor de Dios por nosotros al poner la creación en nuestras manos. Nos encontramos con el amor inabarcable, inaprehensible de Dios hacia el hombre; es encontrarse con la propia pequeñez ante la grandeza del amor Divino.

Subir la montaña es una experiencia de fraternidad donde me hago hermano del que camina a mi lado, donde la victoria no es personal sino de todos, donde aprendo a esperar, a ayudar y a dejarme ayudar, a confiar, a soportar los cansancios propios y ajenos, a compartir la mochila, a guiar y a dejar que el otro guíe también; en fin, donde descubrimos cuánto necesitamos los unos de los otros para el camino y cuán difícil sería hacerlo sin el hermano a mi lado.

Finalmente, la montaña es la vida; es el camino que recorremos y que a veces se hace cuesta arriba, en que buscamos signos que nos muestren el camino correcto; es también descansar para retomar fuerzas y continuar caminando; es levantar la mirada para contemplar el camino recorrido y maravillarnos con sus regalos; es descubrir la meta que el camino nos invita; es descubrir caminos y animarse a recorrerlos; es el caminar con otros, a veces con distintas opciones, pero hacia la misma dirección; es descubrir que la meta está allí, en el mismo camino recorrido.

domingo, 8 de abril de 2018

El don del Resucitado


Al atardecer del primer día de la semana, los discípulos se encontraban con las puertas cerradas por temor a los judíos. Entonces llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: “¡La paz esté con ustedes!”. Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado.

Jesús viene a nuestro encuentro para transmitirnos la nueva vida que brota de su resurrección. Los discípulos, sin el don que viene de la fe del resucitado, se encuentran llenos de temor, encerrados, ocultos. Jesús resucitado irrumpe en medio de sus dudas y temores para darles, ante todo, el don de la paz. Así, poniéndose en medio de sus amigos, tres veces les repite: “¡La paz esté con ustedes!”. Jesús resucitado viene a comunicar la paz del corazón, la paz del sentido definitivo de la vida que vence a la muerte, la paz del perdón y la reconciliación. Jesús nos trae la paz con su presencia resucitada. Jesús quiere estar en medio nuestro, en medio de nuestras comunidades a veces también encerradas y temerosas, y traernos la paz. Sólo desde la paz que viene de Dios podemos ser enviados a testimoniar la fuerza de la resurrección.
Tomás, uno de los Doce, de sobrenombre el Mellizo, no estaba con ellos cuando llegó Jesús. Los otros discípulos le dijeron: “¡Hemos visto al Señor!”.
Otro don que Jesús nos comunica con su presencia resucitada es el de la fe. Sólo movidos por la fe somos capaces de testimoniar con nuestra vida al Señor resucitado. ¿Qué testimonio damos si no nos habita una real fe en la victoria de Jesús sobre nuestras muertes y sobre todo mal? ¿Qué testimonio damos si nuestra vida no es transfigurada por creer que en Jesús recibimos una nueva vida? A partir de esto, podemos entender que Tomás en definitiva no pide más que lo que los otros discípulos también han contemplado y tal vez no supieron testimoniar con suficiente convicción. Jesús reprocha la incredulidad de Tomás y proclama felices a los que creen sin necesidad de ver. La fe, a la vez que don, es fruto del testimonio que recibimos de los que se han encontrado con el Señor de la Vida. Nosotros también somos primero depositarios de la fe de otros para luego ser también testigos de la propia experiencia de encuentro con Jesús. Podemos preguntarnos con cuánta fe recibimos y también damos testimonio del Dios de la vida.
Reciban el Espíritu Santo

Finalmente, el mayor don que Jesús resucitado nos comunica es el Espíritu Santo, su presencia viva y actuante en medio nuestro. El Espíritu es la presencia de Dios que sana nuestras enfermedades, alivia nuestros pesares y perdona nuestros pecados. Es la presencia que nos anima en el bien, abre las puertas del corazón para salir al encuentro y nos alimenta la fe. Jesús resucitado nos hace parte de su mismo Espíritu para permanecer siempre unidos a él. Movidos por su Espíritu seremos capaces de testimoniar el amor de Dios allí donde estemos: en nuestra familia, en el barrio, en la escuela, en el trabajo. Movidos por su Espíritu, como comunidad seremos un vivo testimonio de la fuerza de la resurrección, teniendo como los primeros cristianos un solo corazón y una sola alma, poniendo en común nuestros bienes y capacidades, saliendo al encuentro de aquéllos que necesitan sentir en su cuerpo y en su corazón el amor misericordioso de Dios. Salgamos nosotros como comunidad de creyentes al encuentro de nuestros hermanos más golpeados, más entristecidos que, como Tomás, pueden estar necesitando encontrarse con un rostro y unos brazos que le transmitan paz, con un rostro y unos brazos que le acerquen el amor entrañable de Dios. 

domingo, 1 de abril de 2018

Vió y creyó

Evangelio del Domingo de Pascua 
(Jn 20, 1-9)

El primer día de la semana, de madrugada, cuando todavía estaba oscuro, María Magdalena fue al sepulcro y vio que la piedra había sido sacada. Corrió al encuentro de Simón Pedro y del otro discípulo al que Jesús amaba, y les dijo: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto”. Pedro y el otro discípulo salieron y fueron al sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió más rápidamente que Pedro y llegó antes. Asomándose al sepulcro, vio las vendas en el suelo, aunque no entró. Después llegó Simón Pedro, que lo seguía, y entró en el sepulcro; vio las vendas en el suelo, y también el sudario que había cubierto su cabeza; este no estaba con las vendas, sino enrollado en un lugar aparte. Luego entró el otro discípulo, que había llegado antes al sepulcro: Él también vio y creyó.

Comentario al Evangelio

Primera Parte: María en el sepulcro vacío
“Cuando todavía estaba oscuro, María Magdalena fue al sepulcro”: La oscuridad nos hace incapaces de ver con claridad, de reconocer objetos y lugares, nos confunde y nos pierde muchas veces. La total oscuridad  hasta nos llega a paralizar por no saber a dónde dirigir nuestros pasos.
En una oscuridad externa, pero más en una oscuridad del corazón, María fue al sepulcro y lo encontró vacío. Y antes que luz encontró mayor oscuridad y confusión. ¿Qué había pasado? ¿Dónde estaba Jesús?  Ante tantas preguntas sólo pudo reaccionar corriendo…
Como María Magdalena, también nosotros podemos estar rodeados de oscuridad, de confusión, de poca claridad ante situaciones internas nuestras o de las situaciones y lugares por donde pasa nuestra vida. ¿Sabemos cuáles son? ¿Nos animamos a ponerle nombre? ¿Cuáles son las preguntas, búsquedas, oscuridades o confusiones que hoy me atraviesan?

Segunda Parte: María se encuentra con Pedro y Juan
“¡Se llevaron del sepulcro al Señor! ¡No sé dónde lo han puesto!”: María sale corriendo desde su oscuridad, desde su confusión, reconociéndose incapaz de hallar una respuesta ella sola. Y su desconcierto encuentra eco en sus amigos, en Pedro y en Juan. En ellos sus interrogantes se hacen voz; junto a ellos María es capaz de poner en palabras su desconcierto, sus dudas, su tristeza, su confusión.
Y Pedro y Juan no le reprochan nada. Son capaces de escucharla, de asumir la oscuridad de María como suya propia. ¡Porque también esa oscuridad les pertenece! Y ellos también van, salen y corren al sepulcro; salen y corren movidos por el desconcierto, por esa incapacidad de encontrar una respuesta. Van allí, al lugar mismo donde la pregunta se asienta, al centro mismo de la oscuridad. Y juntos se asoman al sepulcro vacío, juntos se asoman a las preguntas que los habitan…
Nuestras oscuridades, nuestras interrogantes, nuestras confusiones pueden volverse un abismo que nos encierre si no somos capaces de confiar, si no podemos ponerlas en palabras y decirlas a alguien más. Cuando la oscuridad sale de nosotros y se hace voz, poco a poco ella va encontrando luz.
Y también cada uno de nosotros podemos ser receptores de la oscuridad del otro, siendo capaces de escuchar sin reprochar nada, sin soluciones mágicas. Sólo escuchando somos instrumentos de luz, porque asumimos la oscuridad del hermano, la hacemos también nuestra y junto con él, con ella, corremos juntos movidos tal vez por el mismo desconcierto, asomándonos a esas preguntas que nos habitan y haciéndonos compañeros en la búsqueda de una nueva luz.

Tercera Parte: Entrar juntos al sepulcro (presencia en la ausencia)
“Vieron las vendas en el suelo”: Juan y Pedro se acompañaron en la oscuridad, juntos corrieron y se esperaron. Vieron los signos de la pregunta que María les había dejado en su corazón: ¿Dónde está Jesús? Sólo estaban las vendas de su cuerpo ausente, sólo el sudario que había cubierto su cabeza. ¿Dónde está Jesús?
Pedro y Juan se animaron a entrar en el sepulcro, a hacer un camino comunitario en el abismo de las preguntas, en el corazón de la más negra oscuridad. Allí, sólo allí es capaz de brotar la luz.
Y Juan “vio y creyó”. Le bastó ver los signos de la ausencia para creer en la nueva presencia del Señor. En el fondo de la oscuridad se hizo presente la luz de una nueva certeza, de la certeza que brota de la fe. La oscuridad y la confusión ya no eran infranqueables: ellas se habían transformado en camino de vida. Las vendas, el sudario y el sepulcro, todos signos de muerte, ahora se transformaban en signos de vida nueva. La noche había terminado, ahora surgía una nueva luz, una nueva vida.
La comunidad es ese lugar donde nos acompañamos en nuestras búsquedas, donde corremos juntos y nos animamos a entrar en nuestras más profundas oscuridades. Y en comunidad, por la gracia de Dios, desde nuestras sombras, desde nuestras oscuridades, desde nuestras búsquedas brota la luz. Los signos de ausencia y de muerte, en la fe y en la certeza de que la VIDA VALE, pueden transformarse en signos de esperanza, de nueva luz, de nueva vida. Y aún más, esos signos de la ausencia nos conducirán como a Juan a la fe verdadera, a creer contra esperanza, a abrazar la vida aún en el dolor, a amar aún en el odio ajeno, a dejarnos abrazar por la fe en Cristo que con su muerte ha asumido todas nuestras muertes y nos ha alcanzado la Vida.