miércoles, 11 de abril de 2018

Subir la montaña


Subir la montaña es una experiencia de Dios porque es un encuentro con la creación que nos habla de Dios, y con Dios que nos habla en la creación; nos encontramos como parte de la creación, pequeños ante tal inmensidad, y así vamos descubriendo también la inmensidad del amor de Dios por nosotros al poner la creación en nuestras manos. Nos encontramos con el amor inabarcable, inaprehensible de Dios hacia el hombre; es encontrarse con la propia pequeñez ante la grandeza del amor Divino.

Subir la montaña es una experiencia de fraternidad donde me hago hermano del que camina a mi lado, donde la victoria no es personal sino de todos, donde aprendo a esperar, a ayudar y a dejarme ayudar, a confiar, a soportar los cansancios propios y ajenos, a compartir la mochila, a guiar y a dejar que el otro guíe también; en fin, donde descubrimos cuánto necesitamos los unos de los otros para el camino y cuán difícil sería hacerlo sin el hermano a mi lado.

Finalmente, la montaña es la vida; es el camino que recorremos y que a veces se hace cuesta arriba, en que buscamos signos que nos muestren el camino correcto; es también descansar para retomar fuerzas y continuar caminando; es levantar la mirada para contemplar el camino recorrido y maravillarnos con sus regalos; es descubrir la meta que el camino nos invita; es descubrir caminos y animarse a recorrerlos; es el caminar con otros, a veces con distintas opciones, pero hacia la misma dirección; es descubrir que la meta está allí, en el mismo camino recorrido.

domingo, 8 de abril de 2018

El don del Resucitado


Al atardecer del primer día de la semana, los discípulos se encontraban con las puertas cerradas por temor a los judíos. Entonces llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: “¡La paz esté con ustedes!”. Mientras decía esto, les mostró sus manos y su costado.

Jesús viene a nuestro encuentro para transmitirnos la nueva vida que brota de su resurrección. Los discípulos, sin el don que viene de la fe del resucitado, se encuentran llenos de temor, encerrados, ocultos. Jesús resucitado irrumpe en medio de sus dudas y temores para darles, ante todo, el don de la paz. Así, poniéndose en medio de sus amigos, tres veces les repite: “¡La paz esté con ustedes!”. Jesús resucitado viene a comunicar la paz del corazón, la paz del sentido definitivo de la vida que vence a la muerte, la paz del perdón y la reconciliación. Jesús nos trae la paz con su presencia resucitada. Jesús quiere estar en medio nuestro, en medio de nuestras comunidades a veces también encerradas y temerosas, y traernos la paz. Sólo desde la paz que viene de Dios podemos ser enviados a testimoniar la fuerza de la resurrección.
Tomás, uno de los Doce, de sobrenombre el Mellizo, no estaba con ellos cuando llegó Jesús. Los otros discípulos le dijeron: “¡Hemos visto al Señor!”.
Otro don que Jesús nos comunica con su presencia resucitada es el de la fe. Sólo movidos por la fe somos capaces de testimoniar con nuestra vida al Señor resucitado. ¿Qué testimonio damos si no nos habita una real fe en la victoria de Jesús sobre nuestras muertes y sobre todo mal? ¿Qué testimonio damos si nuestra vida no es transfigurada por creer que en Jesús recibimos una nueva vida? A partir de esto, podemos entender que Tomás en definitiva no pide más que lo que los otros discípulos también han contemplado y tal vez no supieron testimoniar con suficiente convicción. Jesús reprocha la incredulidad de Tomás y proclama felices a los que creen sin necesidad de ver. La fe, a la vez que don, es fruto del testimonio que recibimos de los que se han encontrado con el Señor de la Vida. Nosotros también somos primero depositarios de la fe de otros para luego ser también testigos de la propia experiencia de encuentro con Jesús. Podemos preguntarnos con cuánta fe recibimos y también damos testimonio del Dios de la vida.
Reciban el Espíritu Santo

Finalmente, el mayor don que Jesús resucitado nos comunica es el Espíritu Santo, su presencia viva y actuante en medio nuestro. El Espíritu es la presencia de Dios que sana nuestras enfermedades, alivia nuestros pesares y perdona nuestros pecados. Es la presencia que nos anima en el bien, abre las puertas del corazón para salir al encuentro y nos alimenta la fe. Jesús resucitado nos hace parte de su mismo Espíritu para permanecer siempre unidos a él. Movidos por su Espíritu seremos capaces de testimoniar el amor de Dios allí donde estemos: en nuestra familia, en el barrio, en la escuela, en el trabajo. Movidos por su Espíritu, como comunidad seremos un vivo testimonio de la fuerza de la resurrección, teniendo como los primeros cristianos un solo corazón y una sola alma, poniendo en común nuestros bienes y capacidades, saliendo al encuentro de aquéllos que necesitan sentir en su cuerpo y en su corazón el amor misericordioso de Dios. Salgamos nosotros como comunidad de creyentes al encuentro de nuestros hermanos más golpeados, más entristecidos que, como Tomás, pueden estar necesitando encontrarse con un rostro y unos brazos que le transmitan paz, con un rostro y unos brazos que le acerquen el amor entrañable de Dios. 

domingo, 1 de abril de 2018

Vió y creyó

Evangelio del Domingo de Pascua 
(Jn 20, 1-9)

El primer día de la semana, de madrugada, cuando todavía estaba oscuro, María Magdalena fue al sepulcro y vio que la piedra había sido sacada. Corrió al encuentro de Simón Pedro y del otro discípulo al que Jesús amaba, y les dijo: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto”. Pedro y el otro discípulo salieron y fueron al sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió más rápidamente que Pedro y llegó antes. Asomándose al sepulcro, vio las vendas en el suelo, aunque no entró. Después llegó Simón Pedro, que lo seguía, y entró en el sepulcro; vio las vendas en el suelo, y también el sudario que había cubierto su cabeza; este no estaba con las vendas, sino enrollado en un lugar aparte. Luego entró el otro discípulo, que había llegado antes al sepulcro: Él también vio y creyó.

Comentario al Evangelio

Primera Parte: María en el sepulcro vacío
“Cuando todavía estaba oscuro, María Magdalena fue al sepulcro”: La oscuridad nos hace incapaces de ver con claridad, de reconocer objetos y lugares, nos confunde y nos pierde muchas veces. La total oscuridad  hasta nos llega a paralizar por no saber a dónde dirigir nuestros pasos.
En una oscuridad externa, pero más en una oscuridad del corazón, María fue al sepulcro y lo encontró vacío. Y antes que luz encontró mayor oscuridad y confusión. ¿Qué había pasado? ¿Dónde estaba Jesús?  Ante tantas preguntas sólo pudo reaccionar corriendo…
Como María Magdalena, también nosotros podemos estar rodeados de oscuridad, de confusión, de poca claridad ante situaciones internas nuestras o de las situaciones y lugares por donde pasa nuestra vida. ¿Sabemos cuáles son? ¿Nos animamos a ponerle nombre? ¿Cuáles son las preguntas, búsquedas, oscuridades o confusiones que hoy me atraviesan?

Segunda Parte: María se encuentra con Pedro y Juan
“¡Se llevaron del sepulcro al Señor! ¡No sé dónde lo han puesto!”: María sale corriendo desde su oscuridad, desde su confusión, reconociéndose incapaz de hallar una respuesta ella sola. Y su desconcierto encuentra eco en sus amigos, en Pedro y en Juan. En ellos sus interrogantes se hacen voz; junto a ellos María es capaz de poner en palabras su desconcierto, sus dudas, su tristeza, su confusión.
Y Pedro y Juan no le reprochan nada. Son capaces de escucharla, de asumir la oscuridad de María como suya propia. ¡Porque también esa oscuridad les pertenece! Y ellos también van, salen y corren al sepulcro; salen y corren movidos por el desconcierto, por esa incapacidad de encontrar una respuesta. Van allí, al lugar mismo donde la pregunta se asienta, al centro mismo de la oscuridad. Y juntos se asoman al sepulcro vacío, juntos se asoman a las preguntas que los habitan…
Nuestras oscuridades, nuestras interrogantes, nuestras confusiones pueden volverse un abismo que nos encierre si no somos capaces de confiar, si no podemos ponerlas en palabras y decirlas a alguien más. Cuando la oscuridad sale de nosotros y se hace voz, poco a poco ella va encontrando luz.
Y también cada uno de nosotros podemos ser receptores de la oscuridad del otro, siendo capaces de escuchar sin reprochar nada, sin soluciones mágicas. Sólo escuchando somos instrumentos de luz, porque asumimos la oscuridad del hermano, la hacemos también nuestra y junto con él, con ella, corremos juntos movidos tal vez por el mismo desconcierto, asomándonos a esas preguntas que nos habitan y haciéndonos compañeros en la búsqueda de una nueva luz.

Tercera Parte: Entrar juntos al sepulcro (presencia en la ausencia)
“Vieron las vendas en el suelo”: Juan y Pedro se acompañaron en la oscuridad, juntos corrieron y se esperaron. Vieron los signos de la pregunta que María les había dejado en su corazón: ¿Dónde está Jesús? Sólo estaban las vendas de su cuerpo ausente, sólo el sudario que había cubierto su cabeza. ¿Dónde está Jesús?
Pedro y Juan se animaron a entrar en el sepulcro, a hacer un camino comunitario en el abismo de las preguntas, en el corazón de la más negra oscuridad. Allí, sólo allí es capaz de brotar la luz.
Y Juan “vio y creyó”. Le bastó ver los signos de la ausencia para creer en la nueva presencia del Señor. En el fondo de la oscuridad se hizo presente la luz de una nueva certeza, de la certeza que brota de la fe. La oscuridad y la confusión ya no eran infranqueables: ellas se habían transformado en camino de vida. Las vendas, el sudario y el sepulcro, todos signos de muerte, ahora se transformaban en signos de vida nueva. La noche había terminado, ahora surgía una nueva luz, una nueva vida.
La comunidad es ese lugar donde nos acompañamos en nuestras búsquedas, donde corremos juntos y nos animamos a entrar en nuestras más profundas oscuridades. Y en comunidad, por la gracia de Dios, desde nuestras sombras, desde nuestras oscuridades, desde nuestras búsquedas brota la luz. Los signos de ausencia y de muerte, en la fe y en la certeza de que la VIDA VALE, pueden transformarse en signos de esperanza, de nueva luz, de nueva vida. Y aún más, esos signos de la ausencia nos conducirán como a Juan a la fe verdadera, a creer contra esperanza, a abrazar la vida aún en el dolor, a amar aún en el odio ajeno, a dejarnos abrazar por la fe en Cristo que con su muerte ha asumido todas nuestras muertes y nos ha alcanzado la Vida.