Así como es cierto que el lugar donde vivimos
nos educa, no menos verdadero es que cada uno de nosotros somos transformadores
proactivos de esos mismos ambientes y de quiénes interactúan con nosotros. Así se dio con Domingo Savio en los dos cortos
años que vivió en el Oratorio de Don Bosco.
El Oratorio, su propuesta educativa
llena de valores humanos y cristianos, fue para Dominguito fermento para que
alcance madurez la semilla de santidad que ya estaba plantada en su corazón. Y
Domingo, que ya traía consigo muchos valores y un gran deseo de bien y
santidad, supo impregnar con un aroma especial a la vida del Oratorio, a sus
educadores, a sus compañeros y al mismísimo Don Bosco: el aroma de la santidad
juvenil.
Domingo vivió una santidad cotidiana, sin
grandes proezas. Pero en esa cotidianeidad, él mismo generó un movimiento de
anhelo de santidad en Valdocco. Su piedad profunda, su humildad, su amistad
sincera, su dedicación a los quehaceres diarios, su espíritu proactivo para
buscar el bien del prójimo y socorrer a los más necesitados, su creatividad
para generar espacios de madurez cristiana como fue la “Compañía de la
Inmaculada”, uno de los primerísimos grupos juveniles del Oratorio salesiano.
¡Cuánto verdaderamente debe el Oratorio de Don Bosco a Domingo Savio!
Hoy la espiritualidad de Domingo Savio nos
desafía a ser cristianos en serio y no en serie, a cultivar la amistad con
Jesús y con María, a hacer madurar en nosotros y en nuestros ambientes el bien,
a vivir con dedicación y alegría nuestros quehaceres diarios, a tener una
mirada solidaria con los más necesitados y ser para ellos signo del amor
misericordioso de Dios. Nos desafía, en fin, a transformar nuestros ambientes
para que en ellos se respire santidad.
Dice Domingo: “Me siento con el deseo y la
necesidad de hacerme santo: yo no pensaba poder hacerme santo con tanta
facilidad; pero ahora que he entendido que eso se puede efectuar también
estando alegre, yo quiero absolutamente, y tengo absolutamente necesidad de
hacerme santo”.
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