domingo, 25 de noviembre de 2012

La Verdad en el Amor


Realizando la verdad en el amor, hagamos crecer todas las cosas hacia él, que es la cabeza: Cristo. (Ef. 4, 15)

Hace poco recibía este mensaje de una amiga, a la cual pido disculpas por no consultarle sobre derechos de autor:

¿Sabés?... esta noche me duele el dolor ajeno... me he quedado pensando en la situación de los refugiados palestinos, de los ataques en la franja de gaza... y me quedé con la imagen de los pibes que mueren todos los días. Que mueren por las luchas económicas, por las luchas socio - político - tecnológicas, por la intolerancia, porque el hombre está hambriento de poder, porque los adultos nos enceguecemos frente a lo esencial... Los pibes de Medio Oriente, los de África, los de América, los de nuestra tierra... Esta noche me conmueve su dolor. ¿Hasta dónde puede llegar la miseria humana?... ¿es ilimitada? Parece... Y se me caen las lágrimas porque (supongo que gracias a mi condición de mujer) los adoptaría a todos. Pero no puedo. No puedo hacer nada por ellos. ¡Ya se! Puedo hacer por los que tengo cerca, por los que cruzo a diario, a quienes a veces con sólo un gesto les puedo hacer un bien. Pero esta noche me pongo pretenciosa, y me pongo sensible... y me duele, me "estoy doliendo" con ellos. Con todos los pibes que se duelen de hambre, de muerte, de miedo a los bombardeos, a los fusiles. "Me duelo" con las mujeres que son violadas, torturadas, mutiladas. "Me duelo" con los que callan porque no hay nadie que escuche sus gritos. "Me duelo" con los que lloran y lloro con ellos. Y aunque no sirva de mucho, hoy "me duelo" con el mundo.

¡Qué sagrado dolor! No dejo de darte gracias, querida amiga, por estas palabras compartidas. Y te pido una vez más perdón por mi indiscreción al agregarlas en este texto, pero me parecían dignas de algo más que un mensaje privado.

Pero, ¿qué hacer con el dolor?, ¿qué luz podemos sacar de tanta oscuridad?, ¿a qué nos puede conducir semejante abismo?, ¿basta con la mera empatía universal por el sufrimiento esparcido?, ¿cómo superar la angustia existencial del sin-sentido del sufrimiento? Mucho de esto, querida amiga, es el cuestionamiento de tantos hombres y mujeres a lo largo de la historia. Has optado por algo muy sincero: no preguntarte tanto, y simplemente dejarte por un momento sentirte hermana. Tal vez, en esto, encontremos nuestra respuesta tan preciosa...

El dolor es un sentimiento, es un afecto que, como todo afecto, nos moviliza a brindar una respuesta. Ahora, el agente que nos moviliza en el afecto puede ser tal sujeto universal expresado en el pobre, en el abandonado, en el maltratado, en la violada; pero es bueno para nuestro quehacer y salud mental darnos cuenta que tal sujeto universal no existe más allá de quienes lo encarnan. Sólo está frente a mí este hermano que está pobre, abandonado, maltratado, abusado. Entonces la respuesta clama a la particularidad del dolor por mi hermano concreto, y a la respuesta en un hacer concreto que, creo, no es otro que el amor.

El Cardenal Van Thuan, en su libro Testigo de Esperanza, al hablar del “amor a todos”, nos refleja lo siguiente:

Estamos llamados a ser pequeños soles junto al Sol del Amor que es Dios. Y entonces todos son destinatarios de nuestro amor. ¡Todos! No un 'todos' ideal, toda la gente del mundo, que quizá no conoceremos nunca, sino un 'todos' concreto.
'Para amar a una persona hay que acercarse a ella... -decía la Madre Teresa. No atiendo nunca a las multitudes, sino solamente a las personas'.
'Así como basta una hostia santa de entre los millones de hostias de la tierra para alimentarse de Dios – afirma Chiara Lubich –, basta también un hermano – el que la voluntad de Dios pone a nuestro lado – para unirse en comunión con la humanidad, que es Jesús místico'.”1

La parábola del buen samaritano es una enseñanza universal del amor al prójimo, de este prójimo que encuentro tirado en el camino, y de mi hacerme prójimo de quién está al lado mío. Y descubro que mi “amor a todos” encuentra este límite y grandiosidad: límite porque mis brazos no son tan largos, ni mis bienes tan ilimitados como para responder a la humanidad entera necesitada; y grandiosidad porque el amor entero hacia la humanidad toda está presente en el servir y responder a mi hermanito que está a mi lado.

No obstante, hay algo precioso que nos hace creer que es posible una respuesta más universal: el triunfo del Amor sobre el odio, de la Vida sobre la muerte, de la Verdad sobre la mentira, del Bien sobre el mal. En definitiva, la resurrección de Nuestro Señor Jesucristo que nos anima a hacer presente su Reino cimentado en el mismo Amor que él vino a testimoniar.

Quien cree en Cristo, reconoce en él la redención universal del género humano y del universo entero. Creemos que él vino a hacer nueva todas las cosas, que él venció al mundo no con las armas sino con el Amor, que junto a su resurrección se inaugura una nueva Creación donde Él reina, porque reina el amor, el bien, la verdad.

La fiesta de hoy, Jesucristo Rey del Universo, nos hace descubrir esta inefable verdad: que Cristo, cabeza de la Iglesia, ya ha realizado esta entrega plena del Amor, y con su Espíritu nos mueve a hacer crecer todas las cosas hacia Él. Y este crecer llama a descubrir que el Reino no es un imponerse sino trabajo diario, respuesta cotidiana, donde la Verdad se identifica con el Amor, donde todo encuentra su respuesta definitiva en Aquél que nos ama y nos invita a amar, y donde la misión o llamado personal no deja de ser este: Vayan por todo el mundo... a ser testigos míos.

Por eso... felices los pobres, los hambrientos, los que lloran, los que son odiados... porque suyo es el Reino de Dios, donde serán saciados, reirán, saltarán de gozo, ya que su recompensa será grande...  porque Alguien los conoce, los ama, y ya los redimió de su dolor. (Cfr. Lc. 6, 20-23)

Un abrazo amiga, y gracias por compartir tus dolores conmigo. Yo, por mi parte, no dejo de compartirte mis esperanzas...

1VAN THUAN, Froncois-Xavier Neuyen. Testigos de esperanza: ejercicios espirituales dados en el Vaticano en presencia de S.S Juan Pablo II. 7 Ed. - Buenos Aires: Ciudad Nueva de la Sefoma, 2002. Página 84.

domingo, 18 de noviembre de 2012

En tí María


Funes, Sábado 24 de mayo de 2008 – 
Córdoba, Domingo 11 de Noviembre de 2012


Hoy quiero poner mis ojos en tus ojos, Madre. Hoy quiero hablarte desde el corazón. Y al mirarte contemplar tu belleza, la más grande entre todas las creaturas que Dios ha hecho. Y al verte encontrar a Dios reflejado en Ti, como en un claro espejo, brillante, sin mancha.
Hoy quiero poner mis ojos en tus ojos, Madre. Hoy quiero hablarte desde el corazón. Y al mirarte descubrir la mirada de Dios que traslucen tus ojos. Y al verte saber que si tú estás, Dios también está allí, a tu lado.
Hoy quiero poner mis ojos en tus ojos, Madre. Hoy quiero hablarte desde el corazón. Y al mirarte entender que en el camino de esta vida no estoy solo, porque tú me acompañas. Y al verte comprender que tú eres mi modelo de humildad, de amor solícito y entregado a Dios, de “sí” a su Voluntad.
Hoy quiero poner mis ojos en tus ojos, Madre. Hoy quiero hablarte desde el corazón. Y al mirarte aprender este camino de entrega generosa al plan de Dios. Y al verte descansar de las fatigas del camino, para continuar por donde tú me indiques, y como los sirvientes, pueda ir y hacer todo lo que Él me diga.
Jesucristo es el regalo de tu maternidad. Tú supiste cuidarlo, amarlo profundamente, darle todo lo que necesitaba para que crezca sanamente, seguirlo hasta el final. Dios mismo se abandonó en tus manos, así yo también quiero abandonarme en las manos en que se abandonó Dios.
Soy pobre y necesitado, limitado en tantas cosas y débil, muy débil. No soy digno y carezco de fuerzas para emprender este camino; mas confío mi vida en quien me llama. Hoy me siento invitado a iniciar esta senda, confiando todo lo que soy en Dios, como barro en manos del alfarero, sabiendo de su gran amor, de su misericordia para los débiles, y que su proyecto es más grande que cualquier proyecto que yo pueda tener. Por eso, quiero ordenar toda mi realidad en cumplir la Voluntad del Padre. Tengo mucho por madurar, tengo mucho que dejar atrás, tengo mucho que aprender, tengo mucho que romper y mucho que sembrar; tengo todo que dar, tengo todo por amar, todo a Ti María, todo a tu hijo Jesús.
Hoy en manos de tu Madre me entrego a Ti, Jesucristo; hoy en manos de tu hija predilecta me entrego a Ti, Padre; hoy en manos de tu esposa me entrego a Ti, Santo Espíritu.
Hoy estoy aquí, María, para dormir como un niño en tus brazos, y crecer en tu presencia, como Cristo lo hizo. Enséñame, Madre, este camino de humildad que recorriste, de amor oblativo a Dios, de sumisión a su Voluntad.
Hoy me abandono en tus manos, como sean las manos en que se abandonó Dios.
Amén.
Tu hijo, Leonel

domingo, 11 de noviembre de 2012

El camino discipular: ser barro consagrado en manos del Maestro (reflexiones desde los EE – Julio 2012)



Tomando al ciego de la mano, lo sacó fuera del pueblo y, tras untarle saliva en los ojos, le impuso las manos y le preguntó:
- ¿Ves algo?
- Veo a los hombres, pero los veo como árboles que andan.
Después, volvió a ponerle las manos en los ojos y comenzó a ver perfectamente (...) de suerte que distinguía de lejos todas las cosas. Después [Jesús] lo envió a su casa, diciéndole:
- Ni siquiera entres en el pueblo”.
(Mc. 8, 23-26)

En el camino de seguimiento de Cristo, parece existir un esquema inicial común en todo llamado a la consagración: la invitación (“sígueme”), la primera respuesta enérgica (“lo dejaron todo y le siguieron”), la estadía junto a él (“vieron cómo vivía”), la consagración y el envío misionero (“los llamó para que estuvieran con él y para anunciar el Reino”), la pedagogía del Maestro (“les enseñaba aparte”), la perplejidad ante las palabras y las exigencias (“ellos no entendían sus palabras”).
Esto último se presenta como el momento de crisis, donde las respuestas discipulares varían. Aquí el discípulo choca directamente con el núcleo del Proyecto del Maestro, y se encuentra en la disyuntiva de corresponder a ese proyecto o no poder hacerlo por primar el suyo propio.
Hay un doble punto necesario de correspondencia al que está invitado a responder el discípulo: en las palabras (enseñanza) y en las acciones (fidelidad a la Palabra). En Jesús, Verbo del Padre, la autoridad reconocida emerge de la equiparación/identificación de la Palabra y su Acción.
Las dos respuestas prototípicas al llegar a este punto crítico las vemos en Juan 6, 59-68, luego del discurso del Pan de Vida. La primera respuesta se presenta así: “muchos de sus discípulos, al oírle, dijeron: 'es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?' Desde entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con él” (Jn. 6,60.66). La segunda respuesta, nacida como fruto de la profundización de la Palabra y la acción del Espíritu para responder a ella, se presenta así: “Jesús dijo entonces a los doce: '¿También ustedes quieren marcharse?' Le respondió Simón Pedro: 'Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios'” (Jn. 6, 67-69).
La superación de la crisis ante las palabras y exigencias del Maestro presentan aquí dos fundamentos: primero, la fidelidad/veracidad que posee en sí misma la Palabra y su constatación por el discípulo; y segundo, la fe sólida (“creemos y sabemos”) en Aquél que porta y es en sí mismo la Palabra, y por eso debe ser seguido.
Finalmente, cuando el discípulo está en la situación límite del cumplimiento de la Voluntad del Padre llevada al extremo de la entrega de la propia vida, se producen otros tantos abanicos de respuestas: la dispersión, la negación, la auto-destrucción, la fidelidad en el seguimiento hasta el pie de la cruz.
Todos los evangelistas manifiestan la profunda soledad de la entrega de Jesús en el Calvario. Leyéndolo a la luz del discipulado, puede entenderse lo duro y exigente del camino discipular. Pero, para ayuda de nuestra debilidad, podemos afirmar que la fidelidad hasta el extremo en Cristo tienen su asidero en el amor al Padre y en la asistencia del Espíritu Santo. Así también, nuestra respuesta discipular está llamada a sujetarse de tal amor, fidelidad y asistencia divina, en medio de nuestros límites y de las adversidades que nos pueden llegar a rodear.
¿Y qué relación existe entre todo este camino discipular y el relato de la curación del ciego puesto en el inicio de esta reflexión? En que este ciego es imagen del discípulo. Para quien sigue al Maestro, el “ver claramente” no es inmediato, sino fruto paciente de la obra casi artesana de Jesús. En nuestro camino de seguimiento, también nosotros podemos descubrir cómo Él realiza una labor paciente de con-formarnos a sus Palabras y a sus obras; cómo puede ser que aún no veamos claramente, pero también cómo buscamos estar con Él, cómo escuchamos sus Palabras, cómo admiramos sus obras, cómo nos vamos haciendo dóciles a la misión encomendada, cómo buscamos aprender más de Él.
No puedo considerarme hoy más que ese ciego sobre el cual Jesús impuso sus manos; no me considero más que “barro consagrado”. Mi fidelidad en su seguimiento significa reconocer sus palabras como “Palabra de Vida”, significa creer en él y saber que “es el Santo de Dios”, significa caminar las propias huellas del Maestro para corresponder lo más posible a él teniendo “los mismos sentimientos de Cristo”, significa entrar en su intimidad para unir al propio querer la Voluntad del Padre.
Sólo así reconoceré cuán suave es el yugo y cuán liviana la carga de Aquél que desde mi pobreza me invita a seguirlo, a testimoniarlo y a vivir el amor hasta las últimas consecuencias.
En el día de mi cumpleaños veintisiete te digo una vez más... Aquí estoy Señor... ¿A quién iré? Si tú sólo tienes palabras de vida eterna... ¡Gracias por tu amor!

domingo, 4 de noviembre de 2012

La no-utopía del Reino (II)

Foto de la convivencia con alumnos del San José de Rosario
en el Cerro Champaquí - Córdoba - 2012 -

La Ley y los profetas llegan hasta Juan; a partir de ahí comienza a anunciarse la Buena Nueva del Reino de Dios, y todos emplean la violencia frente a él” (Lc. 16, 16)

Normalmente, cuando queremos alcanzar algo que consideramos que será bueno para nosotros, y no lo poseemos, nos esforzamos por ello. Diariamente realizamos distintas violencias, entendidas éstas como exigencias dirigidas hacia nosotros mismos, para obtener logros: un trabajo bien hecho, un examen aprobado, una rica comida, un trato adecuado, etc. Así, en nuestras costumbres, en lo cotidiano, cada hábito que nos va constituyendo, en la medida que procuramos el bien o la belleza en ello, no vino caído del cielo, sino que muchas veces implicó e implica un constante trabajo y disciplina para adquirirlo y para mantenerlo una vez logrado.

De igual forma, el descubrir y hacer presente el Reino de Dios no brota sin violencia, es decir, sin un esfuerzo personal manifestado en una actitud constante de reconocerlo y de hacerlo. El Reino de Dios sería, de esta forma, una participación que Dios nos hace de sí. Él nos hace partícipes de su Reino gratuitamente, pero quiere que ese Reino sea verdaderamente nuestro, es decir, sea también fruto de nuestra adhesión personal a él en nuestro corazón y en nuestro obrar. De ahí el llamado de Jesús de estar atentos, de no dormirnos, de hacer fructificar nuestros talentos, de mantener las lámparas encendidas, de administrar fielmente lo encomendado, entre otras imágenes y expresiones.

Una imagen muy utilizada por Jesús para referirse al Reino de Dios es el de la mesa; en particular en referencia al Reino futuro o escatológico. Ante la pregunta “¿son pocos los que se salvan?” (Lc. 13, 23), Jesús no responde o no, porque hay creo una visión de este esfuerzo personal que Dios tiene particularmente en cuenta. En efecto, Jesús responde: “Esfuércense por entrar por la puerta estrecha, porque les digo que muchos pretenderán entrar y no podrán” (Lc. 13, 24). El acceso al Reino llama al esfuerzo, a la decisión, a una opción de vida eminentemente personal, y no creer que es (porque nunca lo fue) una herencia de casta, un dinero guardado bajo la tierra. No, el Reino debe ponerse en juego; sólo así será digno de recompensa. Es por eso que “vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se pondrán a la mesa en el Reino de Dios” (Lc. 13, 29); porque donde haya un hombre, ahí el Reino puede brotar en el juego del amor.

Finalmente, este Reino que nos llama a esforzarnos, parece muchas veces hacerse esperar. Y la paciencia en la esperanza es, a la vez que don y virtud, una causa de ascesis diaria. Jesús era testigo diario de las injusticias, de los dolores, de las impotencias de las personas de su pueblo. Día a día procuró remediar el mal que lo rodeaba, pero a sabiendas que ese mal, terrenamente, no podría ser eternamente arrancado. De allí que este Reino es ya, pero todavía no. Este Reino está en la semilla, pero se plenifica en el árbol; es la levadura, pero llama a que la masa fermente; es el tesoro ya escondido, pero llama a ser encontrado; es el talento otorgado, pero es más los talentos ganados; y es el campo sembrado, pero es más cuando es cosechado. Más ahora vivimos el tiempo de la esperanza, pues la Buena Nueva del Reino ya ha sido anunciada, nos impele a ser vivida, y nos sostiene en la espera del porvenir de los Cielos nuevos y Tierra nueva.1

Cielos nuevos y Tierra nueva que, más allá de toda utopía, son para nosotros fruto de la fe en la Resurrección; son para nosotros la convicción de sabernos hijos de un Padre que nos ama, que es el origen de nuestra vida y el fin último hacia el cuál ella tiende y encuentra su descanso.

Recordando a todos los Santos y a nuestros hermanos difuntos, confirmemos nuestra fe en Aquél que hace nueva todas las cosas.

1San Pablo expresa bellamente a esta idea: “Soy consciente de que los sufrimientos del tiempo presente no se pueden comparar con la gloria que se ha de manifestar en nosotros. Incluso la creación espera ansiosa y desea vivamente el momento en que se revele nuestra condición de hijos de Dios. La creación, en efecto, fue sometida a la caducidad, no espontáneamente, sino por voluntad de aquel que la sometió; pero latía en ella la esperanza de verse liberada de la esclavitud de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios” (Rm. 8, 18-21)