“Tomando al
ciego de la mano, lo sacó fuera del pueblo y, tras untarle saliva en
los ojos, le impuso las manos y le preguntó:
- ¿Ves algo?
- Veo a los
hombres, pero los veo como árboles que andan.
Después,
volvió a ponerle las manos en los ojos y comenzó a ver
perfectamente (...) de suerte que distinguía de lejos todas las
cosas. Después [Jesús] lo envió a su casa, diciéndole:
- Ni siquiera
entres en el pueblo”.
(Mc. 8, 23-26)
En
el camino de seguimiento de Cristo, parece existir un esquema inicial
común en todo llamado a la consagración: la invitación
(“sígueme”), la primera respuesta enérgica (“lo
dejaron todo y le siguieron”), la estadía junto a él (“vieron
cómo vivía”), la consagración y el envío misionero (“los
llamó para que estuvieran con él y para anunciar el Reino”),
la pedagogía del Maestro (“les enseñaba aparte”), la
perplejidad ante las palabras y las exigencias (“ellos no
entendían sus palabras”).
Esto
último se presenta como el momento de crisis, donde las respuestas
discipulares varían. Aquí el discípulo choca directamente con el
núcleo del Proyecto del Maestro, y se encuentra en la disyuntiva de
corresponder a ese proyecto o no poder hacerlo por primar el suyo
propio.
Hay
un doble punto necesario de correspondencia al que está invitado a
responder el discípulo: en las palabras (enseñanza) y en las
acciones (fidelidad a la Palabra). En Jesús, Verbo del Padre, la
autoridad reconocida emerge de la equiparación/identificación de la
Palabra y su Acción.
Las
dos respuestas prototípicas al llegar a este punto crítico las
vemos en Juan 6, 59-68, luego del discurso del Pan de Vida. La
primera respuesta se presenta así: “muchos de sus discípulos,
al oírle, dijeron: 'es duro este lenguaje. ¿Quién puede
escucharlo?' Desde entonces muchos de sus discípulos se volvieron
atrás y ya no andaban con él” (Jn. 6,60.66). La segunda
respuesta, nacida como fruto de la profundización de la Palabra y la
acción del Espíritu para responder a ella, se presenta así: “Jesús
dijo entonces a los doce: '¿También ustedes quieren marcharse?' Le
respondió Simón Pedro: 'Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes
palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el
Santo de Dios'” (Jn. 6, 67-69).
La
superación de la crisis ante las palabras y exigencias del Maestro
presentan aquí dos fundamentos: primero, la fidelidad/veracidad que
posee en sí misma la Palabra y su constatación por el discípulo; y
segundo, la fe sólida (“creemos y sabemos”) en Aquél que
porta y es en sí mismo la Palabra, y por eso debe ser seguido.
Finalmente,
cuando el discípulo está en la situación límite del cumplimiento
de la Voluntad del Padre llevada al extremo de la entrega de la
propia vida, se producen otros tantos abanicos de respuestas: la
dispersión, la negación, la auto-destrucción, la fidelidad en el
seguimiento hasta el pie de la cruz.
Todos
los evangelistas manifiestan la profunda soledad de la entrega de
Jesús en el Calvario. Leyéndolo a la luz del discipulado, puede
entenderse lo duro y exigente del camino discipular. Pero, para ayuda
de nuestra debilidad, podemos afirmar que la fidelidad hasta el
extremo en Cristo tienen su asidero en el amor al Padre y en la
asistencia del Espíritu Santo. Así también, nuestra respuesta
discipular está llamada a sujetarse de tal amor, fidelidad y
asistencia divina, en medio de nuestros límites y de las
adversidades que nos pueden llegar a rodear.
¿Y
qué relación existe entre todo este camino discipular y el relato
de la curación del ciego puesto en el inicio de esta reflexión? En
que este ciego es imagen del discípulo. Para quien sigue al Maestro,
el “ver claramente” no es inmediato, sino fruto paciente de la
obra casi artesana de Jesús. En nuestro camino de seguimiento,
también nosotros podemos descubrir cómo Él realiza una labor
paciente de con-formarnos a sus Palabras y a sus obras; cómo puede
ser que aún no veamos claramente, pero también cómo buscamos
estar con Él, cómo escuchamos sus Palabras, cómo admiramos sus
obras, cómo nos vamos haciendo dóciles a la misión encomendada,
cómo buscamos aprender más de Él.
No
puedo considerarme hoy más que ese ciego sobre el cual Jesús impuso
sus manos; no me considero más que “barro consagrado”. Mi
fidelidad en su seguimiento significa reconocer sus palabras como
“Palabra de Vida”, significa creer en él y saber que “es el
Santo de Dios”, significa caminar las propias huellas del Maestro
para corresponder lo más posible a él teniendo “los mismos
sentimientos de Cristo”, significa entrar en su intimidad para unir
al propio querer la Voluntad del Padre.
Sólo
así reconoceré cuán suave es el yugo y cuán liviana la carga de
Aquél que desde mi pobreza me invita a seguirlo, a testimoniarlo y a
vivir el amor hasta las últimas consecuencias.
En
el día de mi cumpleaños veintisiete te digo una vez más... Aquí
estoy Señor... ¿A quién iré? Si tú sólo tienes palabras de vida
eterna... ¡Gracias por tu amor!
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