miércoles, 26 de diciembre de 2012

Luz en las tinieblas


Tal vez uno de los miedos más primitivos de los hombres es el de la oscuridad. Muchos, al preguntarles a qué temían siendo niños, lo afirman. Muchos, siendo grandes, aún persisten en este temor. Pero, ¿qué hay en la oscuridad que hace que temblemos ante ella? Ciertamente, no es la mera ausencia de luz, sino más bien la situación de incertidumbre que crea. Es decir, el miedo de no saber a qué atenernos, de no reconocer el entorno y lo que hay en él.

También en la naturaleza las tinieblas son, normalmente, espacios de no-vida. Donde no llega la luz no penetra junto a él su calor. Ambos, luz y calor, son generadores de vida para plantas y animales. De allí que la oscuridad nos remita al frío y a la muerte.

Por eso en nuestros simbolismos, en nuestro inconsciente colectivo, remitimos constantemente a la luz como aquélla que nos ahuyenta el temor, nos quita de la situación de incertidumbre, nos muestra el camino, nos hace reconocer lo que tenemos a nuestro derredor, nos hace reconocernos entre unos y otros, y por encima de todo nos trae calor y vida.

El nacimiento de Jesús debe ser para nosotros, cristianos, la memoria viva de esta luz más brillante que toda otra, que ha venido al mundo para disipar las tinieblas del pecado y de la muerte. En efecto, esta venida de Dios en la carne es presentada como luz que vence toda oscuridad. La Palabra de Dios nos lo dice en diversos pasajes:

El pueblo que caminaba a oscuras vio una luz intensa, los que habitaban un país de sombras se inundaron de luz. Porque un niño nos ha nacido.” (Is. 9, 1.5)

Por la entrañable misericordia de nuestro Dios nos visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y en sombras de muerte, para guiar nuestros pasos por el camino de la paz.” (Lc. 1,78-79)

La luz brilló en las tinieblas” (Jn. 1, 5)

La venida de Dios en nuestra carne, su abajamiento a la condición humana, debe significar para nosotros la mayor alegría y causa de nuestra esperanza. Porque Dios en Jesús ha asumido todo lo nuestro, glorificando nuestra naturaleza, asumiendo nuestras fragilidades y perdonando nuestras faltas. Dios vino a nosotros, y viene una vez más para sacarnos de las tinieblas del error, para extinguir nuestras incertidumbres, para iluminarnos el camino, para hacer que nos reconozcamos unos con otros, y por encima de todo para llenarnos del calor del amor y de la vida.

Clara luz que iluminas nuestro sendero,
no se apague tu claridad,
pues si se apaga sólo oscuridad
me cubrirá en mis pasos inciertos.

Ahuyéntase el frío de la noche,
aléjese la muerte y el temor,
pues un niño al mundo llegó:
que amor, paz y vida nos trae.

Brillaste luz en las tinieblas,
claridad del alba no reconocida,
pues nuestros pecados nos obnubilan,
queme tu amor nuestras cegueras.

Jesucristo, sol, luz eterna
brilla en nosotros
nace en nuestras tinieblas.

¡Feliz navidad!

martes, 11 de diciembre de 2012

Educar en la verdad... educar en el amor


Córdoba, Viernes 07 de Diciembre de 2012

Queridos egresados,

Hoy estamos conmemorando el cierre de una etapa de nuestra vida; cierre que implica nuevas aperturas; cierre que nos dispone a nuevos caminos por emprender, por soñar, por crear, por transformar, por encontrar.

Más también este fin implica el haber adquirido las herramientas que nos han de sustentar en aquellos nuevos rumbos que Dios ha dispuesto para cada cual: las herramientas de la ciencia y de la pedagogía. Juntas nos permitirán llevar adelante la entrega de cuanto somos a cada joven hacia los cuales estamos llamados a educar.

No disociemos en ningún momento a nuestros saberes de nuestro ser ni de nuestro quehacer. En nosotros, educadores, debe gestarse la síntesis de estos aspectos para que así podamos ser adecuados compañeros de camino de quienes transitan sus primeros pasos en la afanosa tarea de vivir y comprender.

Creo que las palabras que mejor expresan nuestro ser educador son: Amor y Verdad. Una y otra se entrelazan tan fuertemente que podemos decir sin temor a error: el amor no se equivoca; quien sabe amar posee en él la verdad. De seguro esta verdad no será cuantificable, no la podremos demostrar deductivamente y siempre se nos terminará escapando de las manos; pero en nosotros, en nuestro ser y en nuestro quehacer, la verdad del amor deberá manifestarse y hacerse cada vez más clara.

Nos dice Antoine de Saint-Exupéry en el Principito: “sólo se ve bien con el corazón”. Efectivamente, sin el corazón, sin el amor vivido y mostrado, todo conocimiento poseído o mediado hacia nuestros alumnos será siempre media verdad. Pero toda ella se volverá resplandeciente si los jóvenes a quienes nos abocaremos dan cuenta de nuestra pasión, de nuestro celo, y de nuestro empecinado esfuerzo por asumirla en nosotros y darla a conocer.

Erich Fromm, hablando sobre la tarea de los intelectuales, expresaba las siguientes palabras: “(...) Creo que los intelectuales tienen, en primer lugar, y en segundo, y en tercero, una tarea, y ésta consiste en buscar la verdad, en la medida de sus fuerzas, y decirla. (…) El intelectual tiene una función que es específica de él, y es la de una prosecución implacable de la verdad sin consideración de sus propios intereses ni de los intereses de los demás. (…) El progreso político depende de cuánto sepamos de la verdad, de con cuánta claridad y agudeza la digamos y de la medida en que logremos impresionar con ella a los hombres1.

Resalto hoy estas palabras porque en ellas podemos ver que nuestro conocimiento adquirido y por adquirir no es vano, que en él podemos encontrar un factor de cambio para el mayor bien de nuestra sociedad, pero que a su vez nos demandará continuamente la coherencia de nuestra vida en el decir y en el hacer; en fin, nos demandará amar la verdad de tal forma que la encarnemos en cada palabra dicha y acción realizada. Este amor a la verdad, y no otra cosa, nos impelerá a buscarla, a compartirla y, en cuanto compartida, hacerla fuente de progreso.

Para ir concluyendo, quiero ahora citar algunas palabras de Paulo Freire que las destinaba a quienes tienen la tarea de enseñar. Él nos dice: “[La tarea del docente] es una tarea que requiere, de quien se compromete con ella, un gusto especial de querer bien, no sólo a los otros sino al propio proceso que ella implica. Es imposible enseñar sin ese coraje de querer bien, sin la valentía de los que insisten mil veces antes de desistir. Es imposible enseñar sin la capacidad forjada, inventada, bien cuidada de amar2.

Deseo para mí y para todos nosotros de que hagamos de la educación una expresión de nuestro amor, porque “educar es cosa del corazón”, y nuestro corazón clama por encontrar su descanso en la Verdad, que no es otra que el Amor.


Muchas gracias.
Osvaldo Leonel Cánepa

1FROMM, Erich. El amor a la vida. Barcelona: Altaya, 1993. Páginas 186-187.
2FREIRE, Paulo. Cartas a quien pretende enseñar. Siglo XXI Editores. Argentina. 2004. Página 8.

martes, 4 de diciembre de 2012

Único en el mundo



Los hombres de tu tierra —dijo el principito— cultivan cinco mil rosas en un jardín y no encuentran lo que buscan.
No lo encuentran nunca —le respondí.
Y sin embargo, lo que buscan podrían encontrarlo en una sola rosa o en un poco de agua...
Sin duda, respondí. Y el principito añadió:
Pero los ojos son ciegos. Hay que buscar con el corazón.

¿Cuándo alguien deja de ser uno más para ser otro? ¿Quién es verdaderamente un otro para mí? ¿Qué es la alteridad?

Hace unas semanas miraba las calles de la ciudad de Córdoba desde la ventana del profesorado, y recordaba el encuentro del principito con el rosal. ¡Tantas rosas semejantes a la suya! ¿Qué pasó por su corazón?, ¿acaso su rosa no era única en el mundo? Él se termina diciendo: “'Me creía rico con una flor única y resulta que no tengo más que una rosa ordinaria. Eso y mis tres volcanes que apenas me llegan a la rodilla y uno de los cuales acaso esté extinguido para siempre. Realmente no soy un gran príncipe' Y echándose sobre la hierba, el principito lloró.”

¡Cuántas rosas semejantes a la mía! Aquélla que creía única termina siendo semejante a mil más, y su unicidad es tan genérica como son las hojas de los árboles. ¡Cuántas personas van y vienen con sus historias y sus pasos acelerados! ¿Quiénes son? ¿Son realmente otros para mí?

Pero la historia no acaba acá... el principito se encuentra con el zorro y descubre que si lo domestica será único en el mundo. El zorro lo expresa así: “Tú no eres para mí todavía más que un muchachito igual a otros cien mil muchachitos y no te necesito para nada. Tampoco tú tienes necesidad de mí y no soy para ti más que un zorro entre otros cien mil zorros semejantes. Pero si tú me domesticas, entonces tendremos necesidad el uno del otro. Tú serás para mí único en el mundo, yo seré para ti único en el mundo...”.

Domesticar, dijo el Zorro, es “crear vínculos”. Cuando soy capaz de romper mis barreras del yo y salgo al encuentro del otro, allí ese otro va cobrando verdadero significado para . Los otros no son realmente otros sino hasta que rompo el ensimismamiento y puedo llegar a decir aunque sea “¡Buenos días!”.

El otro día me pasó algo digno de contar al respecto. Resulta que fui a comprar unas velas de cumpleaños y la dueña del local, como es muy poco frecuente en una ciudad tan grande como Córdoba, no sólo me atendió cortésmente sino que dio un paso más. Alguno podrá pensar, “¡qué inoportuna!”, pero es de resaltar cuánto la simple actitud de dar un paso más nos cuesta tanto (para darla y para recibirla de quién lo da). En efecto, ella me dijo: “¿Vos no sos de acá, no?” A lo cual yo le respondí que era formoseño. Luego hablamos un poco sobre Formosa y sobre las tonadas características. Finalmente, me retiré con mis velas y ella siguió atendiendo.

¡Y esos son los vínculos! Es mirar al otro y sacarlo de la generalidad de un rosal, para hacerlo único en el mundo. Es tender hacia quien viene a mí como don y reconocerlo en su único don. Y es realmente un acto de creación, pues antes de la pregunta, antes del gesto de cercanía, antes del abrazo, antes no había nada. El otro es otro cuando él o yo rompemos la propia barrera para de la nada gestar el don.

Con el zorro y sus enseñanzas, el principito reconoce el valor de su rosa. Cuando va a despedirse de su amigo el zorro, éste le invita a volver al rosal. Al regresar allí, el principito les expresa en un grito liberador a todas las rosas: “No son nada, ni en nada se parecen a mi rosa. Nadie las ha domesticado ni ustedes han domesticado a nadie. Son como el zorro era antes, que en nada se diferenciaba de otros cien mil zorros. Pero yo le hice mi amigo y ahora es único en el mundo.” Y luego continúa: “Son muy bellas, pero están vacías y nadie daría la vida por ustedes. Cualquiera que las vea podrá creer indudablemente que mi rosa es igual que cualquiera de ustedes. Pero ella se sabe más importante que todas, porque yo la he regado, porque ha sido a ella a la que abrigué con el fanal, porque yo le maté los gusanos (salvo dos o tres que se hicieron mariposas ) y es a ella a la que yo he oído quejarse, alabarse y algunas veces hasta callarse. Porque es mi rosa, en fin.

Porque es mi rosa”. La otra vez mi hermana Leonella me decía que la preposición “porque” en francés puede expresarse de dos maneras distintas, que significan uno obviedad y otro justificación. El “porque” del principito es un “porque” de obviedad. ¡No hay nada que discutir! ¡Ella es importante porque es mi Rosa! ¡No hacen falta otros argumentos! El vínculo gestado, el vínculo regado y cultivado rescata del anonimato y de la generalidad a quien puede pasar como uno más para crearlo otro, y en cuanto otro hacerlo valioso y amigo.

Para mí, lo maravilloso de este relato es que todos estamos llamados a encontrar nuestra rosa, nuestro zorro, nuestro principito. ¡Todos! Sé que hay tantos hombres y mujeres que día a día se levantan de sus camas, desayunan, trabajan, estudian, caminan y caminan, se suben a los transportes públicos, a los autos, a las motos, van de compras, toman cafés, bailan, rezan, saludan, ríen y lloran. Parece que todos ellos son semejantes, y en cierto aspecto lo son... pero en mí y en cada cual se encuentra este precioso tesoro de ser capaz de domesticar, de crear vínculos a partir de los cuales haga del otro (o el otro haga de mí) esa rosa, ese zorro, ese principito, al cual “yo le hice mi amigo y ahora es único en el mundo”.

Al finalizar esta etapa de mi vida, de cara a un nuevo comienzo, quiero agradecer a todos los que fueron esa rosa, ese zorro, ese principito, que hicieron posible que descubra el inmenso don del amor y de la amistad. Sepan que siempre estaremos cerca, y que nunca serán confundidos como si fueran nada en el medio de tantos hombres. Cada uno, cada una, es para mí, y lo será siempre, mi amigo, mi amiga, único en el mundo.

Porque los he regado, porque los supe y me supieron abrigar, porque me cuidaron y me dejaron que les cuide, y es a ustedes a los que yo he oído quejarse, alabarse y algunas veces hasta callarse. Porque son.. porque sos...

domingo, 25 de noviembre de 2012

La Verdad en el Amor


Realizando la verdad en el amor, hagamos crecer todas las cosas hacia él, que es la cabeza: Cristo. (Ef. 4, 15)

Hace poco recibía este mensaje de una amiga, a la cual pido disculpas por no consultarle sobre derechos de autor:

¿Sabés?... esta noche me duele el dolor ajeno... me he quedado pensando en la situación de los refugiados palestinos, de los ataques en la franja de gaza... y me quedé con la imagen de los pibes que mueren todos los días. Que mueren por las luchas económicas, por las luchas socio - político - tecnológicas, por la intolerancia, porque el hombre está hambriento de poder, porque los adultos nos enceguecemos frente a lo esencial... Los pibes de Medio Oriente, los de África, los de América, los de nuestra tierra... Esta noche me conmueve su dolor. ¿Hasta dónde puede llegar la miseria humana?... ¿es ilimitada? Parece... Y se me caen las lágrimas porque (supongo que gracias a mi condición de mujer) los adoptaría a todos. Pero no puedo. No puedo hacer nada por ellos. ¡Ya se! Puedo hacer por los que tengo cerca, por los que cruzo a diario, a quienes a veces con sólo un gesto les puedo hacer un bien. Pero esta noche me pongo pretenciosa, y me pongo sensible... y me duele, me "estoy doliendo" con ellos. Con todos los pibes que se duelen de hambre, de muerte, de miedo a los bombardeos, a los fusiles. "Me duelo" con las mujeres que son violadas, torturadas, mutiladas. "Me duelo" con los que callan porque no hay nadie que escuche sus gritos. "Me duelo" con los que lloran y lloro con ellos. Y aunque no sirva de mucho, hoy "me duelo" con el mundo.

¡Qué sagrado dolor! No dejo de darte gracias, querida amiga, por estas palabras compartidas. Y te pido una vez más perdón por mi indiscreción al agregarlas en este texto, pero me parecían dignas de algo más que un mensaje privado.

Pero, ¿qué hacer con el dolor?, ¿qué luz podemos sacar de tanta oscuridad?, ¿a qué nos puede conducir semejante abismo?, ¿basta con la mera empatía universal por el sufrimiento esparcido?, ¿cómo superar la angustia existencial del sin-sentido del sufrimiento? Mucho de esto, querida amiga, es el cuestionamiento de tantos hombres y mujeres a lo largo de la historia. Has optado por algo muy sincero: no preguntarte tanto, y simplemente dejarte por un momento sentirte hermana. Tal vez, en esto, encontremos nuestra respuesta tan preciosa...

El dolor es un sentimiento, es un afecto que, como todo afecto, nos moviliza a brindar una respuesta. Ahora, el agente que nos moviliza en el afecto puede ser tal sujeto universal expresado en el pobre, en el abandonado, en el maltratado, en la violada; pero es bueno para nuestro quehacer y salud mental darnos cuenta que tal sujeto universal no existe más allá de quienes lo encarnan. Sólo está frente a mí este hermano que está pobre, abandonado, maltratado, abusado. Entonces la respuesta clama a la particularidad del dolor por mi hermano concreto, y a la respuesta en un hacer concreto que, creo, no es otro que el amor.

El Cardenal Van Thuan, en su libro Testigo de Esperanza, al hablar del “amor a todos”, nos refleja lo siguiente:

Estamos llamados a ser pequeños soles junto al Sol del Amor que es Dios. Y entonces todos son destinatarios de nuestro amor. ¡Todos! No un 'todos' ideal, toda la gente del mundo, que quizá no conoceremos nunca, sino un 'todos' concreto.
'Para amar a una persona hay que acercarse a ella... -decía la Madre Teresa. No atiendo nunca a las multitudes, sino solamente a las personas'.
'Así como basta una hostia santa de entre los millones de hostias de la tierra para alimentarse de Dios – afirma Chiara Lubich –, basta también un hermano – el que la voluntad de Dios pone a nuestro lado – para unirse en comunión con la humanidad, que es Jesús místico'.”1

La parábola del buen samaritano es una enseñanza universal del amor al prójimo, de este prójimo que encuentro tirado en el camino, y de mi hacerme prójimo de quién está al lado mío. Y descubro que mi “amor a todos” encuentra este límite y grandiosidad: límite porque mis brazos no son tan largos, ni mis bienes tan ilimitados como para responder a la humanidad entera necesitada; y grandiosidad porque el amor entero hacia la humanidad toda está presente en el servir y responder a mi hermanito que está a mi lado.

No obstante, hay algo precioso que nos hace creer que es posible una respuesta más universal: el triunfo del Amor sobre el odio, de la Vida sobre la muerte, de la Verdad sobre la mentira, del Bien sobre el mal. En definitiva, la resurrección de Nuestro Señor Jesucristo que nos anima a hacer presente su Reino cimentado en el mismo Amor que él vino a testimoniar.

Quien cree en Cristo, reconoce en él la redención universal del género humano y del universo entero. Creemos que él vino a hacer nueva todas las cosas, que él venció al mundo no con las armas sino con el Amor, que junto a su resurrección se inaugura una nueva Creación donde Él reina, porque reina el amor, el bien, la verdad.

La fiesta de hoy, Jesucristo Rey del Universo, nos hace descubrir esta inefable verdad: que Cristo, cabeza de la Iglesia, ya ha realizado esta entrega plena del Amor, y con su Espíritu nos mueve a hacer crecer todas las cosas hacia Él. Y este crecer llama a descubrir que el Reino no es un imponerse sino trabajo diario, respuesta cotidiana, donde la Verdad se identifica con el Amor, donde todo encuentra su respuesta definitiva en Aquél que nos ama y nos invita a amar, y donde la misión o llamado personal no deja de ser este: Vayan por todo el mundo... a ser testigos míos.

Por eso... felices los pobres, los hambrientos, los que lloran, los que son odiados... porque suyo es el Reino de Dios, donde serán saciados, reirán, saltarán de gozo, ya que su recompensa será grande...  porque Alguien los conoce, los ama, y ya los redimió de su dolor. (Cfr. Lc. 6, 20-23)

Un abrazo amiga, y gracias por compartir tus dolores conmigo. Yo, por mi parte, no dejo de compartirte mis esperanzas...

1VAN THUAN, Froncois-Xavier Neuyen. Testigos de esperanza: ejercicios espirituales dados en el Vaticano en presencia de S.S Juan Pablo II. 7 Ed. - Buenos Aires: Ciudad Nueva de la Sefoma, 2002. Página 84.

domingo, 18 de noviembre de 2012

En tí María


Funes, Sábado 24 de mayo de 2008 – 
Córdoba, Domingo 11 de Noviembre de 2012


Hoy quiero poner mis ojos en tus ojos, Madre. Hoy quiero hablarte desde el corazón. Y al mirarte contemplar tu belleza, la más grande entre todas las creaturas que Dios ha hecho. Y al verte encontrar a Dios reflejado en Ti, como en un claro espejo, brillante, sin mancha.
Hoy quiero poner mis ojos en tus ojos, Madre. Hoy quiero hablarte desde el corazón. Y al mirarte descubrir la mirada de Dios que traslucen tus ojos. Y al verte saber que si tú estás, Dios también está allí, a tu lado.
Hoy quiero poner mis ojos en tus ojos, Madre. Hoy quiero hablarte desde el corazón. Y al mirarte entender que en el camino de esta vida no estoy solo, porque tú me acompañas. Y al verte comprender que tú eres mi modelo de humildad, de amor solícito y entregado a Dios, de “sí” a su Voluntad.
Hoy quiero poner mis ojos en tus ojos, Madre. Hoy quiero hablarte desde el corazón. Y al mirarte aprender este camino de entrega generosa al plan de Dios. Y al verte descansar de las fatigas del camino, para continuar por donde tú me indiques, y como los sirvientes, pueda ir y hacer todo lo que Él me diga.
Jesucristo es el regalo de tu maternidad. Tú supiste cuidarlo, amarlo profundamente, darle todo lo que necesitaba para que crezca sanamente, seguirlo hasta el final. Dios mismo se abandonó en tus manos, así yo también quiero abandonarme en las manos en que se abandonó Dios.
Soy pobre y necesitado, limitado en tantas cosas y débil, muy débil. No soy digno y carezco de fuerzas para emprender este camino; mas confío mi vida en quien me llama. Hoy me siento invitado a iniciar esta senda, confiando todo lo que soy en Dios, como barro en manos del alfarero, sabiendo de su gran amor, de su misericordia para los débiles, y que su proyecto es más grande que cualquier proyecto que yo pueda tener. Por eso, quiero ordenar toda mi realidad en cumplir la Voluntad del Padre. Tengo mucho por madurar, tengo mucho que dejar atrás, tengo mucho que aprender, tengo mucho que romper y mucho que sembrar; tengo todo que dar, tengo todo por amar, todo a Ti María, todo a tu hijo Jesús.
Hoy en manos de tu Madre me entrego a Ti, Jesucristo; hoy en manos de tu hija predilecta me entrego a Ti, Padre; hoy en manos de tu esposa me entrego a Ti, Santo Espíritu.
Hoy estoy aquí, María, para dormir como un niño en tus brazos, y crecer en tu presencia, como Cristo lo hizo. Enséñame, Madre, este camino de humildad que recorriste, de amor oblativo a Dios, de sumisión a su Voluntad.
Hoy me abandono en tus manos, como sean las manos en que se abandonó Dios.
Amén.
Tu hijo, Leonel

domingo, 11 de noviembre de 2012

El camino discipular: ser barro consagrado en manos del Maestro (reflexiones desde los EE – Julio 2012)



Tomando al ciego de la mano, lo sacó fuera del pueblo y, tras untarle saliva en los ojos, le impuso las manos y le preguntó:
- ¿Ves algo?
- Veo a los hombres, pero los veo como árboles que andan.
Después, volvió a ponerle las manos en los ojos y comenzó a ver perfectamente (...) de suerte que distinguía de lejos todas las cosas. Después [Jesús] lo envió a su casa, diciéndole:
- Ni siquiera entres en el pueblo”.
(Mc. 8, 23-26)

En el camino de seguimiento de Cristo, parece existir un esquema inicial común en todo llamado a la consagración: la invitación (“sígueme”), la primera respuesta enérgica (“lo dejaron todo y le siguieron”), la estadía junto a él (“vieron cómo vivía”), la consagración y el envío misionero (“los llamó para que estuvieran con él y para anunciar el Reino”), la pedagogía del Maestro (“les enseñaba aparte”), la perplejidad ante las palabras y las exigencias (“ellos no entendían sus palabras”).
Esto último se presenta como el momento de crisis, donde las respuestas discipulares varían. Aquí el discípulo choca directamente con el núcleo del Proyecto del Maestro, y se encuentra en la disyuntiva de corresponder a ese proyecto o no poder hacerlo por primar el suyo propio.
Hay un doble punto necesario de correspondencia al que está invitado a responder el discípulo: en las palabras (enseñanza) y en las acciones (fidelidad a la Palabra). En Jesús, Verbo del Padre, la autoridad reconocida emerge de la equiparación/identificación de la Palabra y su Acción.
Las dos respuestas prototípicas al llegar a este punto crítico las vemos en Juan 6, 59-68, luego del discurso del Pan de Vida. La primera respuesta se presenta así: “muchos de sus discípulos, al oírle, dijeron: 'es duro este lenguaje. ¿Quién puede escucharlo?' Desde entonces muchos de sus discípulos se volvieron atrás y ya no andaban con él” (Jn. 6,60.66). La segunda respuesta, nacida como fruto de la profundización de la Palabra y la acción del Espíritu para responder a ella, se presenta así: “Jesús dijo entonces a los doce: '¿También ustedes quieren marcharse?' Le respondió Simón Pedro: 'Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios'” (Jn. 6, 67-69).
La superación de la crisis ante las palabras y exigencias del Maestro presentan aquí dos fundamentos: primero, la fidelidad/veracidad que posee en sí misma la Palabra y su constatación por el discípulo; y segundo, la fe sólida (“creemos y sabemos”) en Aquél que porta y es en sí mismo la Palabra, y por eso debe ser seguido.
Finalmente, cuando el discípulo está en la situación límite del cumplimiento de la Voluntad del Padre llevada al extremo de la entrega de la propia vida, se producen otros tantos abanicos de respuestas: la dispersión, la negación, la auto-destrucción, la fidelidad en el seguimiento hasta el pie de la cruz.
Todos los evangelistas manifiestan la profunda soledad de la entrega de Jesús en el Calvario. Leyéndolo a la luz del discipulado, puede entenderse lo duro y exigente del camino discipular. Pero, para ayuda de nuestra debilidad, podemos afirmar que la fidelidad hasta el extremo en Cristo tienen su asidero en el amor al Padre y en la asistencia del Espíritu Santo. Así también, nuestra respuesta discipular está llamada a sujetarse de tal amor, fidelidad y asistencia divina, en medio de nuestros límites y de las adversidades que nos pueden llegar a rodear.
¿Y qué relación existe entre todo este camino discipular y el relato de la curación del ciego puesto en el inicio de esta reflexión? En que este ciego es imagen del discípulo. Para quien sigue al Maestro, el “ver claramente” no es inmediato, sino fruto paciente de la obra casi artesana de Jesús. En nuestro camino de seguimiento, también nosotros podemos descubrir cómo Él realiza una labor paciente de con-formarnos a sus Palabras y a sus obras; cómo puede ser que aún no veamos claramente, pero también cómo buscamos estar con Él, cómo escuchamos sus Palabras, cómo admiramos sus obras, cómo nos vamos haciendo dóciles a la misión encomendada, cómo buscamos aprender más de Él.
No puedo considerarme hoy más que ese ciego sobre el cual Jesús impuso sus manos; no me considero más que “barro consagrado”. Mi fidelidad en su seguimiento significa reconocer sus palabras como “Palabra de Vida”, significa creer en él y saber que “es el Santo de Dios”, significa caminar las propias huellas del Maestro para corresponder lo más posible a él teniendo “los mismos sentimientos de Cristo”, significa entrar en su intimidad para unir al propio querer la Voluntad del Padre.
Sólo así reconoceré cuán suave es el yugo y cuán liviana la carga de Aquél que desde mi pobreza me invita a seguirlo, a testimoniarlo y a vivir el amor hasta las últimas consecuencias.
En el día de mi cumpleaños veintisiete te digo una vez más... Aquí estoy Señor... ¿A quién iré? Si tú sólo tienes palabras de vida eterna... ¡Gracias por tu amor!

domingo, 4 de noviembre de 2012

La no-utopía del Reino (II)

Foto de la convivencia con alumnos del San José de Rosario
en el Cerro Champaquí - Córdoba - 2012 -

La Ley y los profetas llegan hasta Juan; a partir de ahí comienza a anunciarse la Buena Nueva del Reino de Dios, y todos emplean la violencia frente a él” (Lc. 16, 16)

Normalmente, cuando queremos alcanzar algo que consideramos que será bueno para nosotros, y no lo poseemos, nos esforzamos por ello. Diariamente realizamos distintas violencias, entendidas éstas como exigencias dirigidas hacia nosotros mismos, para obtener logros: un trabajo bien hecho, un examen aprobado, una rica comida, un trato adecuado, etc. Así, en nuestras costumbres, en lo cotidiano, cada hábito que nos va constituyendo, en la medida que procuramos el bien o la belleza en ello, no vino caído del cielo, sino que muchas veces implicó e implica un constante trabajo y disciplina para adquirirlo y para mantenerlo una vez logrado.

De igual forma, el descubrir y hacer presente el Reino de Dios no brota sin violencia, es decir, sin un esfuerzo personal manifestado en una actitud constante de reconocerlo y de hacerlo. El Reino de Dios sería, de esta forma, una participación que Dios nos hace de sí. Él nos hace partícipes de su Reino gratuitamente, pero quiere que ese Reino sea verdaderamente nuestro, es decir, sea también fruto de nuestra adhesión personal a él en nuestro corazón y en nuestro obrar. De ahí el llamado de Jesús de estar atentos, de no dormirnos, de hacer fructificar nuestros talentos, de mantener las lámparas encendidas, de administrar fielmente lo encomendado, entre otras imágenes y expresiones.

Una imagen muy utilizada por Jesús para referirse al Reino de Dios es el de la mesa; en particular en referencia al Reino futuro o escatológico. Ante la pregunta “¿son pocos los que se salvan?” (Lc. 13, 23), Jesús no responde o no, porque hay creo una visión de este esfuerzo personal que Dios tiene particularmente en cuenta. En efecto, Jesús responde: “Esfuércense por entrar por la puerta estrecha, porque les digo que muchos pretenderán entrar y no podrán” (Lc. 13, 24). El acceso al Reino llama al esfuerzo, a la decisión, a una opción de vida eminentemente personal, y no creer que es (porque nunca lo fue) una herencia de casta, un dinero guardado bajo la tierra. No, el Reino debe ponerse en juego; sólo así será digno de recompensa. Es por eso que “vendrán de oriente y occidente, del norte y del sur, y se pondrán a la mesa en el Reino de Dios” (Lc. 13, 29); porque donde haya un hombre, ahí el Reino puede brotar en el juego del amor.

Finalmente, este Reino que nos llama a esforzarnos, parece muchas veces hacerse esperar. Y la paciencia en la esperanza es, a la vez que don y virtud, una causa de ascesis diaria. Jesús era testigo diario de las injusticias, de los dolores, de las impotencias de las personas de su pueblo. Día a día procuró remediar el mal que lo rodeaba, pero a sabiendas que ese mal, terrenamente, no podría ser eternamente arrancado. De allí que este Reino es ya, pero todavía no. Este Reino está en la semilla, pero se plenifica en el árbol; es la levadura, pero llama a que la masa fermente; es el tesoro ya escondido, pero llama a ser encontrado; es el talento otorgado, pero es más los talentos ganados; y es el campo sembrado, pero es más cuando es cosechado. Más ahora vivimos el tiempo de la esperanza, pues la Buena Nueva del Reino ya ha sido anunciada, nos impele a ser vivida, y nos sostiene en la espera del porvenir de los Cielos nuevos y Tierra nueva.1

Cielos nuevos y Tierra nueva que, más allá de toda utopía, son para nosotros fruto de la fe en la Resurrección; son para nosotros la convicción de sabernos hijos de un Padre que nos ama, que es el origen de nuestra vida y el fin último hacia el cuál ella tiende y encuentra su descanso.

Recordando a todos los Santos y a nuestros hermanos difuntos, confirmemos nuestra fe en Aquél que hace nueva todas las cosas.

1San Pablo expresa bellamente a esta idea: “Soy consciente de que los sufrimientos del tiempo presente no se pueden comparar con la gloria que se ha de manifestar en nosotros. Incluso la creación espera ansiosa y desea vivamente el momento en que se revele nuestra condición de hijos de Dios. La creación, en efecto, fue sometida a la caducidad, no espontáneamente, sino por voluntad de aquel que la sometió; pero latía en ella la esperanza de verse liberada de la esclavitud de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios” (Rm. 8, 18-21)

domingo, 28 de octubre de 2012

La no-utopía del Reino


Al preguntarle los fariseos cuándo llegaría el Reino de Dios, les respondió: 'La venida del Reino de Dios no se producirá aparatosamente, ni se dirá: Véanlo aquí o allá, porque, sépanlo bien, el Reino de Dios ya está entre ustedes'.” (Lc. 17, 20-21)

Jesús comienza su predicación hablándonos de dos tópicos: Reino y conversión. Las primeras palabras de Jesús en el Evangelio de Marcos son: “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios ha llegado; conviértanse y crean en la Buena Noticia” (Mc. 1, 15). La Buena Noticia es esta llegada del Reino en este tiempo, y su arribo llama a la conversión. Así, Reino-conversión no se separan nunca en la prédica ni en el obrar de Jesús.

¿Qué es este Reino? Sabemos que Jesús no lo define tal como estamos acostumbrados en el pensamiento racional occidental, sino que nos lo grafica. El Reino así será un campo donde se sembró buena semilla pero en que un enemigo también sembró cizaña, y ambas crecieron juntas (Cfr. Mt. 13, 24-30); es también pequeño como un grano de mostaza pero que llega a ser más grande que todas las hortalizas del jardín (Cfr. Mt, 13, 31-32); o sino como la levadura que fermenta toda la masa (Cfr. Mt. 13, 33); o como un tesoro escondido, o una perla fina por la cual se vende todo para adquirirla (Cfr. Mt. 13, 44-46); o como una red que se echa al mar recogiendo todo tipo de peces que luego serán discriminados en buenos y malos (Cfr. Mt. 13, 47-50).

Este Reino de Dios, en su bastedad, Jesús no puede terminar de pintárnoslo, pero en cada imagen de él tenemos de cierta manera su totalidad. Es particularmente interesante reconocer que el Reino no está más allá de nosotros, sino que está todo aquí y ahora. El Reino no es el trigo limpio luego de la cosecha, sino la plantación del trigo y la cizaña; el Reino no es el árbol ya crecido, sino la semilla plantada; el Reino no es la masa leudada, sino ya la levadura en su fermentar; el Reino no está en la adquisición del tesoro o la perla, sino en el mismo tesoro y en la misma perla que espera ser adquirida; el Reino no está en los peces ya limpios luego de la pesca, sino en el pescar, en la red que recoge.

Pero el Reino no es sólo imagen; no está sólo en la prédica de Jesús, sino plenamente en su obrar. Cuando los evangelistas nos relatan un hecho de exorcismo en el cual Jesús sana a un mudo, nos dicen que sus detractores lo acusaban de realizar estos milagros gracias a “Beelzebul, Príncipe de los Demonios”, mientras otros más le pedía signos del cielo (Cfr. Lc. 11, 14-16). Jesús les responde a sus argumentaciones y finaliza diciéndoles: “Si yo expulso los demonios por el dedo de Dios, es señal de que ha llegado a ustedes el Reino de Dios” (Lc. 11, 20).

Asimismo, en Lucas, las primeras palabras de Jesús son en respuesta al pasaje de Isaías que expresa: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor” (Lc. 4, 18-19), a lo cual Jesús manifiesta: “Hoy se ha cumplido esta Escritura que acaban de oír” (Lc. 4, 21).

A partir de los dos pasajes seleccionados, podemos constatar que el Reino de Dios se hace presente en las obras, y Jesús lo hizo históricamente presente en cada curación corporal y espiritual, en ponerse al lado de los enfermos, de los pobres y de los pecadores; en definitiva, el Reino de Dios en Jesús era la total identificación con la Voluntad del Padre que lo llevaba día tras día, jornada tras jornada, y momento a momento a estar abierto al amor, al bien y a la verdad.

¿Por qué no-utopía del Reino? Porque, en palabras de Jesús, el Reino de Dios ya está entre nosotros en la medida en que lo reconozcamos en la primacía de Dios en nuestras vidas y en el obrar acorde a su Voluntad que no es otra que vivir en el amor, en el bien y en la verdad. Porque al Reino no hay que hacerlo, sino que hay que vivirlo. Porque la conversión es un ahora continuo que grita ¡el Reino es ya! Porque no hay proceso socio-histórico que conduzca a un estado de Reino, sino que en cada persona, en cada acontecer, en cada instante clama por nacer una y otra y otra vez; siempre Nuevo, siempre Bueno.

domingo, 21 de octubre de 2012

El don de ser madre


Yo soy la mujer que estuvo aquí orando a Dios. Este niño pedía yo, y Dios me ha concedido la petición que le hice. Ahora se lo ofrezco a Dios por todos los días de su vida; está ofrecido a Dios” (1Sam. 1, 26-28)

Ana, mujer de Elcaná, era una mujer estéril que sufría por no poder tener hijos y por las burlas de la otra mujer de su marido, Peniná, quien sí era fecunda en su carne. Ana no podía consolarse por los halagos de su marido quién le expresaba: “¿por qué lloras y no comes? ¿por qué está apenado tu corazón? ¿no soy para ti mejor que diez hijos?” (1Sam. 1, 8). Más para ella existía un sólo consuelo, y por eso con amargura y copioso llanto se dirigió a Dios en la oración: “¡Oh Dios! Si miras la aflicción de tu sierva y te acuerdas de mí, si no te olvidas de tu sierva y la das un hijo varón, yo te lo entregaré todos los días de su vida!” (1Sam. 1, 11). Después de aquella plegaria nos expresa la Palabra que Ana “no pareció ya la misma” (1Sam. 1, 18) y que al unirse con su marido “Dios se acordó de ella” (1Sam 1, 19). Cuando dio a luz a su hijo le puso el nombre de Samuel, que significa “Se lo he pedido al Señor” (1Sam. 1,20).

¿Qué nos puede estar diciendo hoy este relato? ¿Qué bien ligado a lo eterno se trasluce en él? A la luz de la Palabra, e inspirado en el acontecimiento del día de la madre, no puedo dejar de reconocer primero las ansias de maternidad que se albergaban en el corazón de Ana. Alguno podrá hacer de esto una lectura sociológica, cultural y antropológica, de la vergüenza que significaba para una mujer en los tiempos de la narración del libro de Samuel el no poder concebir y tener descendencia. Es en efecto así, pero ¿solamente? Si bien en tiempos pretéritos una mujer era mujer en cuanto era madre, y hoy podemos decir que una mujer es mujer más allá de ser madre, en Ana leemos esta vinculación mujer-madre que no podemos nunca separarla tan tajante o radicalmente. Las ansias de maternidad de Ana nos hablan de la naturaleza propia de una mujer que sabe que su realización no es ser amada solamente por un marido que le dispensa los mejores tratos, sino que reconoce que está llamada a la fecundidad del hijo de las entrañas, y esta llamada en su cuerpo encuentra un límite que causa la angustia y el llanto.

Otra cosa reconocible en el texto es el don que significa la maternidad. Es un pensamiento común el que cuando tenemos algo con nosotros no lo apreciamos, y sólo nos damos cuenta de su valor cuando lo perdemos o no está. Peniná, en el relato que estamos comentando, de seguro no podía percatarse del gran don que significaba su fecundidad. Ana, en su esterilidad, es muy consciente del don de ser madre. Es un don que ella no recibió, pero sabe a quién debe recurrir: a Aquél que es Señor de ella y de todas las cosas. Por eso Ana se consuela en la oración, en cuanto descarga toda su pena en el único que ella sabe que puede darle una respuesta. Y esto no es mera magia y superstición, sino plena conciencia del propio límite. Ana sabe que ni ella (ni nadie) cambiará su cuerpo, su condición de esterilidad. La angustia de ella brota en el límite; y por eso su plegaria se convierte también en don. Sabe que su pedido es para ella en respuesta a su gran angustia, pero si es escuchado será sólo gracias a Él; de allí que el don recibido es prometido luego como don otorgado. Ana, en su aflicción, descubre que el fruto de las entrañas, en cuanto verdadero don de lo alto, no es realmente suyo, sino de Él. Su hijo no es su hijo, sino y ante todo hijo de Aquél que lo da.

Finalmente, el texto de la Palabra nos puede llamar a la confianza hacia un Dios que se acuerda de nosotros si nosotros nos abandonamos a Él, y a la alegría de esos bienes más entrañablemente pedidos y queridos por nuestro corazón. Para las madres, el fruto de sus entrañas es un bien incomparable del cual brotan las mayores alegrías y los más grandes llantos. Que cada madre sepa confiar la vida propia y la de sus hijos a Dios, Padre y dador de la vida.

Que toda mujer reconozca su innato llamado a la fecundidad. Que toda madre reconozca el don indecible de la vida que significa el fruto de las entrañas y que, como Ana, no se crea propietaria nunca de esa vida, sino que reconozca en ella a quién la da, y pueda también decir: ¡Se lo ofrezco a Dios por todos los días de su vida!

Feliz Día de las Madres